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Riesgo o peligro

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Aun cuando el riesgo y el peligro se tienen por sinónimos, su significado no es el mismo. La diferencia es importante.

El riesgo implica la posibilidad de derivar ganancias y, por lo mismo, se le relaciona con futuros. El peligro no, implica pérdidas y, por lo mismo, se le vincula con el pasado. (Sobre el asunto, ahí están las ideas del sociólogo Anthony Giddens). Riesgo y peligro comparten, eso sí, la circunstancia de su posibilidad. Una circunstancia por lo general extraordinaria, marcada por la oportunidad o la dificultad que aun cuando parecen muy distintas no lo son tanto.

El país está en esa circunstancia, aquélla donde la dificultad supone la oportunidad de tomar riesgos y no sólo de correr peligro. Por ello, no está de más tener la definición de al menos una porción de la clase política que, en su descompostura, está frente a esa alternativa.

***

Se está en el punto donde el deseo choca con la realidad.

Si bien el nuevo gobierno ha cuidado con elegancia, pero también con exageración no fincar su posibilidad en el desastre o la herencia recibida, la dimensión de la crisis dejada por el calderonismo presiona la acción contundente, rápida y decidida, pero también plantea la tentación de aplicar un nuevo maquillaje y renovar la simulación. Riesgo o peligro.

El legítimo reclamo social de seguridad dificulta el replanteamiento de la estrategia diseñada, al tiempo que anima la idea de hacer justicia por propia mano. No sin razón hay voces pidiendo dejar caer la fuerza del Estado sobre quienes integran las brigadas civiles de autodefensa, pero olvidan un detalle: fue la debilidad del Estado la principal promotora de la integración de aquéllas. ¿Cómo exigir a esos grupos no hacer lo que es potestad exclusiva del Estado, si éste dejó de ejercerla? Riesgo o peligro.

El dolor generado por los desaparecidos, ahora sí expresado sin temor, coloca a los dolientes ante una contradicción: exigir a la autoridad que toleró o ejecutó su desaparición a dar con ellos, así como a no dejar impunes a quienes cometieron esa atrocidad. Dar con los desaparecidos y hacer justicia, obliga traer el pasado al presente. Los desaparecidos -25 mil, 2 mil o 250 como los documentados por Human Right Watch- quitan el sueño no sólo a quienes sufren la ausencia de un ser querido, sino a todos. Olvidar a los desaparecidos es un peligro para el Estado de derecho, esclarecer su situación y exigir cuentas a los responsables es un riesgo.

La actividad criminal que un día sí, otro también y el siguiente igual rebasa los límites de la barbarie y dicta cátedra sobre la rentabilidad de la violencia alienta a quienes sin nada que perder ven en el delito una oportunidad y tienta a quienes los combaten a eliminarlos sin juicio ni piedad porque, en la lógica de la violencia, garantías y derechos son postulados dignos de archivo. Esa espiral presiona la idea de construir más celdas en vez de rehabilitar la escuela, de abrir plazas en la Policía en vez de crear empleos sanos y productivos.

En cada uno de sus planos, la opción es tomar riesgos o correr peligro.

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Si tan sólo en esos campos se planteara la disyuntiva señalada, la situación sería grave. Pero lo es más. Como ya dijo brillantemente en estas planas un colega, la realidad es que se encaran problemas de Estado, de gobierno y de administración, en el marco de una sociedad desesperada. Una circunstancia que, en su difícil solución, insta a practicar la conducta de "sálvese el que pueda" y, desde luego, pueden más los que más poder tengan. El origen del poder ahí ya no cuenta, sólo cuenta el poder.

El grado de descompostura política que vive el país es tal que se expresa desde el cínico saqueo de las arcas públicas por parte de quienes las administran hasta el descaro de circular con un vehículo llevando por matrícula la placa del poder que se ostenta o, bien, hasta la desvergüenza de pretender evadir la ley -así sea el alcoholímetro- presumiendo que uno está para hacerlas, no para cumplirlas.

Saben de esa descompostura quienes forman parte de la élite política y saben, incluso, que les plantea un problema de sobrevivencia. Sin embargo, no hay deslindes claros y contundentes, sanciones para quienes desprestigian la política por parte de quienes todavía creen en ella y tienen un remanente de autoridad. En aras del concierto en el desconcierto, del orden desde el desorden, de no agregar olas en la tormenta, esa élite practica la complicidad siendo que ella arrastra al conjunto de esa élite y no sólo a quienes han hecho de la corrupción y el abuso el sello de su conducta. Corren peligros, no asumen riesgos.

***

Ante la gama y profundidad de los problemas que encara la clase política sin ni siquiera intentar revertir su propia descompostura, los poderes fácticos de toda índole, criminales o no, sonríen. Les da risa el deseo de esa élite de meterlos en cintura. La adversidad política y social, el mal tiempo mexicano y el desencuentro político les representan a esos poderes las mejores condiciones para navegar, para avanzar en la travesía de achicar el Estado en beneficio de su voracidad. Su desmedido empoderamiento y su reposicionamiento para orientar el rumbo del país de ahí derivan.

En esa circunstancia, el deseo de la élite política de someter a los poderes fácticos al marco de derecho y al interés público es una quimera. Hacer de ese deseo una probabilidad exige tomar el riesgo de recomponerse hacia adentro: marcar, sancionar y prescindir de aquellos de sus integrantes que, pese a la gravedad del asunto, insisten en beneficiarse del naufragio de esa clase política y, aun a costa del propio sacrificio, anteponer el interés nacional por encima del interés electoral o partidista. Reconocer que, hoy, importa el conjunto del territorio y no sólo éste o aquel otro distrito electoral.

A partir de su depuración y recompostura, esa élite está obligada a rehacer su propio tejido y reconstituir sus ligamentos para contar con el músculo necesario que, en verdad, meta en cintura a esos poderes fácticos -gremiales, empresariales, criminales, mediáticos- que, ahora, tienen contra la pared a esa élite pero también al país en su conjunto. Eso es tomar riesgos.

Cabe, desde luego, la otra opción, la de correr peligro, la de simular cambios o renovar el maquillaje de una realidad que se desmorona para pretender engañar a quienes han perdido la fe en las instituciones del Estado y para pretender contentar a quienes hacen de la debilidad del Estado su fortaleza. Ni unos ni otros quedarán satisfechos, los signos son inequívocos.

Es cosa de decidir qué se quiere: tomar riesgos o correr peligro.

sobreaviso12@gmail.com

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