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Riesgos y oportunidades de la Reforma Energética

JESÚS CANTÚ

Finalmente el Congreso de la Unión aprobó una Reforma Energética radical, en el sentido de brindar absoluta apertura al capital privado, nacional e internacional, para participar en la exploración y extracción del petróleo, que era el principal punto de diferencia; los priistas adoptaron al cien por ciento las posiciones panistas e incluyeron entre las posibilidades incluso el otorgamiento de concesiones, más allá de que le hayan llamado licencias en el texto constitucional.

Es una realidad que el mundo financiero internacional y las grandes transnacionales petroleras tomaron con mucha frialdad la propuesta que hizo en agosto pasado el presidente Enrique Peña Nieto, así como, el que para poder sacar adelante la reforma el PRI requería sumar a los legisladores panistas. Si a esto se agrega el descontento que generó en el mundo empresarial la Reforma Hacendaria, el gobierno y su partido tenían muy poco margen de maniobra y cedieron a todas las peticiones blanquiazules.

El punto intermedio hubiesen sido los contratos de producción compartida, que permiten a las transnacionales contabilizar las reservas (obvio las que les corresponderán una vez que sean extraídas) como parte de sus activos y, además, les brindan un buen margen de maniobra pues son ellas las que comercializan o utilizan en sus propias refinerías o empresas petroquímicas los barriles de petróleo que les corresponden. Pero obligan a participar conjuntamente con la empresa nacional o, al menos, tener un mayor control de la producción porque precisamente la tiene que dividir con la empresa paraestatal.

Este es el punto en el que se acaba de ubicar Brasil, que en 1997 abrió la posibilidad de las concesiones y, mediante una reforma en 2010, optó por eliminarlas y dejar a la producción compartida como la opción de mayor apertura; y este año hicieron la primera licitación bajo dicha modalidad. El resultado fue bastante aceptable de acuerdo al gobierno brasileño.

El riesgo de las concesiones es la pérdida de control sobre la riqueza petrolera, particularmente en estados débiles como el mexicano (tanto por su ineficacia operativa, como por la corrupción imperante), lo cual convierte al mercado mexicano en el paraíso de los oligopolios, con prácticas monopólicas.

Comúnmente se recurre al ejemplo de Noruega para respaldar la viabilidad y bondades de las concesiones, donde ciertamente han operado con gran éxito, pero la gran diferencia la hace un estado fuerte que aunque otorga concesiones, establece controles muy precisos y tasas impositivas y derechos muy elevados, de tal suerte que una buena parte de la riqueza petrolera -aunque sea extraída por empresas petroleras transnacionales- la tienen que entregar al gobierno noruego, que la traduce en beneficios para sus connacionales.

Abundan los ejemplos de la debilidad del estado mexicano y su incapacidad para traducir las privatizaciones en beneficios para los particulares, como ahora nuevamente pregona en los comerciales gubernamentales. Basta repasar lo que sucedió con la banca, donde hoy las inversiones mexicanas son minoritarias y en donde, en cualquier comparación internacional, en todos los indicadores (tasas de interés pasivas y activas, porcentaje de los recursos destinados a créditos, etc.) aparece entre los últimos lugares si se les ordena de acuerdo al beneficio para la economía nacional.

En el caso de las telecomunicaciones, particularmente teléfonos, se ganó en un mejor servicio, pero no en mejores tarifas; en el caso del gas natural, el fracaso es rotundo y los consumidores del mismo hoy sufren las consecuencias, particularmente los altos precios.

Así esta apertura radical entusiasmó a los principales periódicos internacionales y, desde luego, al empresariado y a las compañías transnacionales y, sin duda, puede traducirse en mayores flujos de capital extranjero al país, pero eso no es ninguna garantía de que se traducirán en beneficios para los mexicanos, particularmente para los más desprotegidos.

Para decirlo con claridad en lo económico el gran riesgo es el saqueo de la riqueza petrolera, con mínimo o nulo beneficio para el país; y, en lo social, que los eventuales beneficios que reciba el país se traduzcan en una mayor desigualdad y, por ende, en mayor descontento.

Las oportunidades, son el aprovechar el ingreso de capitales y la riqueza generada por ellos para detonar la expansión económica (ausente en México desde hace 30 años) y lograr que esta riqueza se distribuya de mejor manera; lo cual se traduciría, en lo social, en una disminución de la pobreza y del descontento social.

En lo político, el gran riesgo es que la eventual expansión económica provocada por la Reforma Energética se traduzca en la cristalización de lo que Lorenzo Meyer llama "la democracia autoritaria" o incluso la aceleración de la involución al autoritarismo. Y, la gran oportunidad, es que las fuerzas opositoras a la reforma logren revertirla en una consulta popular, lo cual sería un hecho sin precedentes en México.

La polarización que provocó la radicalización de la reforma energética acrecienta la posibilidad de concretar la consulta popular en las elecciones de 2015, pues facilita la recolección del número de firmas que se requiere para obligar al gobierno a someterla al rechazo o ratificación por parte de la ciudadanía. Y de concretarse sería la primera ocasión en la historia mexicana que una reforma constitucional se somete a la consideración ciudadana.

La sola consulta sería un éxito, pues concretaría la importancia de un instrumento de democracia directa de muy reciente reconocimiento en la Constitución, y demostraría el poder ciudadano de control de la autoridad; pero el echar atrás la reforma sería una verdadera conquista ciudadana, pues implica imponer la voluntad popular mayoritaria sobre la decisión de la autoridad.

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