En la colaboración anterior señalamos como el proceso de descampesinización ejidal es inducido desde el ámbito de la política gubernamental salinista, el cual redujo considerablemente el número de pequeños productores rurales en La Laguna como en aquellas otras regiones agrícolas donde la tierra tiene un valor comercial y se transfirió a los grandes productores empresariales, a la vez destacamos como las sequías han favorecido este proceso al propiciar condiciones para que los campesinos se proletaricen, es decir, se conviertan en jornaleros, algunos de ellos al servicio de los nuevos dueños de las que otrora fueron sus tierras.
En nuestra región la descampesinización favoreció la concentración privada de tierras y fue un factor decisivo para que se convirtiera en la principal cuenca lechera del país. La transferencia de tierras ejidales y concesiones de agua superficial o subterránea a los empresarios agroganaderos permitió que éstos duplicaran las superficies destinadas a la producción forrajes, particularmente de alfalfa de 20,000 a 40,000 hectáreas, pero también del hato ganadero bovino lechero de 200,000 a 400,000 cabezas.
Antes de 1992, cuando las leyes agrarias impedían la mercantilización de las tierras ejidales las empresas forrajero-ganaderas tenían impedimentos jurídicos para continuar su proceso de expansión en las superficies agrícolas y cabezas de ganado (en este caso por no disponer de las primeras para producir más forraje), así como del número de propiedades, pues también limitaba la concentración particular de éstas o bajo la figura de sociedades mercantiles, de ahí que las reformas, o quizá más bien contrarreformas agrarias salinistas, al privatizar el ejido las convierte en sus principales beneficiarias.
Bajo esta lógica del desarrollo económico en el campo mexicano, inevitablemente se reducen las superficies agrícolas ejidales y con ello el número de ejidatarios por ejido, aunque también esta reducción opera entre el núcleo empresarial que desplaza a algunos de sus pares en este proceso de concentración de tierras y aguas, hoy en día integrado principalmente en el corporativo empresarial lechero-lácteo más importante del país. Este sector también resiente los efectos de la sequía al limitarse y encarecerse la producción de forrajes, pero finalmente se ve favorecido al pasar el período seco por la transferencia de tierras y aguas ejidales que aprovecha.
En este contexto nos explicamos el estrés que provoca la reducción de las asignaciones de agua superficiales a los ejidatarios que aún las conservan y utilizan en el regadío de sus parcelas, originada en la menor disponibilidad de agua en las presas desde las cuales se deriva a través de las redes hidráulicas, creando tensión como probablemente la que sucedió anteayer en el evento inauguración del presente ciclo agrícola.
Pero ese estrés donde verdaderamente se resiente es en el seno de las familias de estos pequeños productores agropecuarios que no sólo ven reducidos sus márgenes como tales, ya de por sí estrechos, sino también en sus alternativas de ocupación distintas a las que practica ante la escasa movilidad laboral que se presenta en el sector rural como en las ciudades, condición nada atractiva si se recuerda la expulsión masiva de la población rural que ocurre en la última década del siglo pasado, durante la tercera crisis del algodonero y la propia del ejido lagunero, aunado a que ese flujo migratorio se orientó a las ciudades fronterizas acicateadas por la violencia y que ahora los obliga a migrar a las nada pacíficas de esta región.
La tensión descrita implicará la aplicación de políticas públicas basadas en la subvención temporal que genere jornales para mitigar los efectos sociales y políticos que provoca la sequía, pero quizá lo que faltó fue una política que priorizara las asignaciones de agua superficial a los pequeños productores a quienes no se les redujeran los volúmenes siempre y cuando se comprobara su aplicación en el riego de sus tierras, y no que se ingresen en el tráfico de éstos que finalmente tiene como beneficiarios entre quienes tienen mayor capacidad económica para adquirirlos, de otra manera, dichas subvenciones se convierten en medidas de administración de la crisis que poco impacto tiene en su mitigación una vez que concluye.
Las subvenciones comúnmente se orientan a inversión en obra pública que permita conservar o mejorar la infraestructura hidroagrícola, generando empleo temporal, pero no evitando la transferencia de tierras y aguas ejidales a los empresarios agroganaderos, de modo tal que al ocurrir la recuperación el espacio rural se queda con menos campesinos y familias socialmente más precarizadas, conformando un escenario nada atractivo en el momento actual aún marcado por la violencia. A estos pequeños productores rurales no sólo se les puede apoyar con subvenciones a fondo perdido, podrían diseñarse otros esquemas que les permitan continuar produciendo, generando empleo e ingresos que mitiguen los efectos sociales de la sequía.
Las subvenciones deben asignarse directamente a estos pequeños productores y a los jornaleros asociados a la las unidades de producción ejidales, pero también a las familias y, sobre todo, a los jóvenes desempleados como a aquellos que continúan formando parte del sistema educativo de nivel medio superior y superior. Quizá las subvenciones temporales que se asignen a las familias deben ampliarse más allá de las que actualmente operan en los esquemas gubernamentales con el riesgo de se utilicen en los procesos electorales de este año, a los desempleados a través de esquemas de autoempleo y a los estudiantes asegurándoles las becas a los que las tienen y ampliar este beneficio a quienes no acceden a él, de otra manera aumentarán la deserción escolar.
Lo cierto es que debemos cambiar nuestra visión del desarrollo económico y social sustentado en la falacia de que dispondremos de los mismos volúmenes de agua, ya que inevitablemente esto no va a suceder, y que veamos las crisis derivadas de las sequías como oportunidades para cambiar y fortalecer el tejido social y no favorecer su desarticulación. Por ello la administración de estos períodos de tensión debe preparar los escenarios no para aumentar la desigualdad social, la pauperización de la población y su migración, sino para enfrentarlos convirtiendo las debilidades que hoy tenemos en fortalezas.