Pasé mi niñez en un pueblo católico y en una época de intolerancia: el gobierno perseguía a las escuelas confesionales y los curas odiaban a los masones y a los protestantes. Quien tenía ideas liberales era tachado de chivo prieto o comunista, y cualquier religión que no fuera la de Roma era cosa del diablo y de los gringos. En un ambiente así, la gente mantenía ideas radicales y erradas respecto a personas que pertenecieran a cultos diferentes o a ninguno. Recuerdo que Finita Santillán, amable señorita de las de antes, y catequista que enseñaba la doctrina, se persignaba y hacía cruces a los cuatro puntos cardinales cuando pasaba a su vera el profesor Sabás Rodríguez, hombre culto y librepensador, en quien el clero aldeano personificaba las amenazas atea y comunista contra el catolicismo.
Muchos hemos superado los desagradables tiempos de intolerancia religiosa en nuestro país, que fueron posibles por el autoritarismo del gobierno y la ignorancia del pueblo, pues en la proporción en que aprendimos a tolerar la diversidad de ideas por el camino de la educación y la cultura, más nos hemos acercado a nuestros hermanos y a vivir en paz con las contradicciones y diferencias. Al asumir con realismo las consignas del Concilio Vaticano II, la misma Iglesia ha aceptado que hay diferentes maneras de ver a Dios, adorarlo y servirlo, sin que unas excluyan a las otras. Ya no se apedrean los templos protestantes ni se excomulga a los masones, y los cementerios, que antes del período de la Reforma eran sólo para los bautizados católicos, hoy sirven para igualar en condición y estado civil a todos los que ahí reposen.
Sería bello que en nuestro país deviniera como perfecta realidad la convivencia democrática, y que las diferencias religiosas, ideológicas y electorales no escindiesen a nuestra sociedad en lo fundamental; pero esta es una aspiración que estamos muy lejos de ver concretada en hechos. Para que sea real, primero debemos llegar a la igualdad social, cultural y económica. No puede existir armonía si hay rencores de clases, si existe discriminación de oportunidades educativas, si las distancias entre los ricos y los pobres son enormes, y si, finalmente, cada mexicano contempla los problemas de nuestro desarrollo con una percepción diferente y egoísta.
No, ya no se exorciza a los masones, ni se combate a las religiones contrarias a la católica romana, ni se piensa que los comunistas personifican al mismo Satanás. Hoy se reconoce el valor de los militantes de izquierda o derecha, y se les distingue con honor; pero todavía no somos capaces de respetar las consecuencias de una verdadera democracia. Los prejuicios quizá no sean tan drásticos ni tan evidentes, pero ahí están, dentro de cada quien, germinando en el ambiente social y político y haciendo más difícil, largo, tortuoso e inalcanzable el camino hacia la felicidad del hombre y la plenitud de la República.