Al hojear el catálogo del Archivo Histórico María y Matheo del Colegio San Ignacio en Parras de la Fuente, di con interesantes documentos, todos originados en el Palacio del Rey Fernando VII de España y de su segunda esposa, María Isabel, para ser dados a conocer por el Virrey de la Nueva España a todos los habitantes de esta parte de América. Veamos:
El 22 de marzo de 1816, cuando aún ardía en México el fuego guerrero de la Independencia, el Rey (conocido como "El Deseado") expidió en su palacio una Real Cédula para dar a conocer sus esponsales con Doña María Isabel Francisca, lo que se supo después de varios meses en Santa María de las Parras, en el Septentrión de la Nueva España. El Rey Fernando VII, que tenía fama de alevoso y de gustos plebeyos, parecía preocuparse más por el protocolo de su boda y empezar a poner en práctica sus atributos masculinos (cabe señalar su macrosomia genital), que en los sangrientos combates de los insurgentes mexicanos contra las fuerzas realistas, bastante diezmadas en esa fecha.
Poco tiempo después de la boda, Doña María Isabel resultó preñada; y más tardó el monarca en decir "véngase mi Reina", que el Virrey, don Juan Ruiz de Apodaca, en divulgar la nota en los dominios coloniales. El 24 de octubre de 1817 llegó su remache: el mismo Apodaca avisó del nacimiento de una nenita, la infanta primogénita, acaecido el 23 de agosto de ese mismo año y fallecida cuatro meses después.
Poco más tarde, ya entrado 1818, don Fernando VII comunicaba al pueblo que la Reina había resultado preñada otra vez y daba gracias a Dios por tan señalado beneficio. Cumplido el término de gestación, la Reina vivió el padecimiento de un parto funesto, durante el cual, se desvaneció; los reales galenos, concluyendo desde su docta ignorancia que la parturienta había fallecido, procedieron a extraer el producto (una niña muerta) por la vía de la cesárea. La pobre Isabel volvió del más profundo sueño a la más terrible pesadilla, entre alaridos y fierros quirúrgicos que horadaban sus entrañas: su muerte sería más trágica que el más trágico final de un cuento de Quiroga.
Al año siguiente, el 13 de abril de 1819, el Obispo de Durango, don Juan Francisco de Castañiza, anunció con lágrimas goteadas que había muerto Doña María Isabel Francisca. El Rey quedaría destrozado --aunque quizás no tanto como su difunta Reina--, a la par que nuestra incipiente nación empezaba a despedazarse.
La soledad del Soberano duró sólo unos meses, porque el 12 de mayo de 1820, apenas cumplido un año de su trágica viudez, el ilustre Secretario del mismo Episcopado de Durango, Antonio Ávila, notificaba a la comunidad de Santa María de las Parras que el antes atribulado Rey, don Fernando (conocido también como "El Felón", por sus constantes traiciones), anunciaba que contraería terceras nupcias con otra dama de la nobleza, doña María Josefa Amalia de Sajonia.
Santa María de las Parras era entonces un villorrio habitado por una sociedad de estrecho criterio que no admitía en nadie, y menos en aquel monarca absolutista, una nueva esposa cuando la anterior aún no enfriaba la losa. El escándalo social resultó mayúsculo en el mexicano Valle del Pirineo.
No es dato histórico, sino un engendro de nuestra imaginación, el sarcasmo que la noticia de la tercera boda del monarca produjo en el cotilleo de los aldeanos parreños:
-- Mire nada más, vuesencia --dirían las beatas parrenses al Alcalde a la salida de misa mayor--, cuán cierto es aquello de que "hombres, reyes o ladrones, todos son bribones". El pícaro de Fernando VII ya tiene nueva mujer en su cama, cuando la pobrecita de Isabel yace en la tumba, y todavía caliente...
-- Pues sí, señora mía --pudo responder el Alcalde municipal, en defensa de su género--, pero es evidente que el Rey lo estaba más.
