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Tarifa, subsidio o caos

CIUDAD POSIBLE

ONéSIMO FLORES DEWEY

Las autoridades de cualquier ciudad democrática del mundo enfrentan un difícil dilema. Por un lado, deben asegurarle a la población una alternativa segura, confiable, predecible, eficiente y sustentable al automóvil privado. Por el otro, esas mismas autoridades deben cuidar que el costo de dicha alternativa de movilidad esté al alcance de los usuarios, y/o que sea aceptable para los contribuyentes. En buena medida, la política de transporte público de una ciudad no es más que la búsqueda permanente de un equilibrio entre estos dos objetivos.

Si aspiramos a un sistema de excelencia, capaz de atraer al menos ocasionalmente a quienes ya tienen la posibilidad de moverse en automóvil, tenemos que discutir cómo financiarlo. Un sistema de transporte público con esas características requiere infraestructura, vehículos modernos, sistemas avanzados, capacitación al personal, y muchas otras inversiones, que tienen que pagarse de algún lado. Además, el modelo financiero de dicho sistema no puede estar atado a una tarifa política, que lo deje sin posibilidad de compensar oportunamente los incrementos periódicos al costo de insumos principales, como la gasolina.

La gran mayoría de los sistemas que aspiran a ofrecer altos niveles de servicio cobra tarifas elevadas, pero no sólo eso. Además, dichos sistemas suplementan el monto que recaudan de los usuarios con ingresos extraordinarios. Por ejemplo, en Londres y en Santiago de Chile, el gobierno compensa a los operadores de transporte público los descuentos que ofrecen a los estudiantes. El sistema de Metro de Hong Kong balancea sus finanzas con ingresos obtenidos en su rol de desarrollador y administrador de los bienes raíces que rodean las estaciones. En Brasil, los trabajadores tienen acceso a un bono-transporte, parcialmente pagado por los empleadores. En algunas ciudades de Estados Unidos, un porcentaje del Impuesto al Valor Agregado está etiquetado para financiar los sistemas de transporte masivo. El gobierno de la capital de Estonia tomó recientemente la decisión de ofrecer a sus residentes transporte 100% gratuito, financiado por la tesorería de la ciudad. De ese tamaño es la prioridad que otorgan al tema.

Por supuesto, no todas las comunidades tienen el dinero o la inclinación para hacer gastos tan importantes en su sistema de transporte público. De hecho, las autoridades de muchas ciudades latinoamericanas toman la decisión de ofertar un servicio de transporte tan pobre que parece reservado para quien no puede "escapar" del sistema público comprando un automóvil privado. Muchos entienden el caos microbusero como prueba de la incapacidad de la autoridad. Sin embargo, representa también el resultado una política pública diseñada para mantener bajas tarifas y nulos subsidios. Dicha estrategia tiene cierta justificación social y una innegable rentabilidad electoral, pero en el mediano plazo es profundamente nociva. Todos los habitantes de esas ciudades pagan varias veces los centavos ahorrados, en accidentes, congestión, contaminación ambiental y maltrato a los usuarios.

La Ciudad de México ofrece el mejor ejemplo. La más reciente comparación tarifaria que conozco es la del Observatorio de Movilidad Urbana de la Corporación Andina de Fomento (CAF), que lamentablemente utiliza datos de 2007. Sin embargo, las proporciones son ilustrativas. Según dicho reporte, el pasaje de microbús costaba US$1.28 en Sao Paulo, US$1.06 en Curitiba, US$0.62 en Santiago (hoy cuesta el doble), US$0.58 en Bogotá y Montevideo y US$0.37 en Caracas. La tarifa promedio en las 15 ciudades latinoamericanas analizadas por CAF era de US$0.63. En cambio, el pasaje de microbús en la Ciudad de México costaba solo US$0.23. Con esas tarifas, sólo los líderes de las organizaciones gremiales hacen buen negocio.

Por supuesto, hay que celebrar que el precio del transporte público en México sea accesible para las grandes mayorías. Sin embargo, si una comunidad considera que la calidad del transporte público debe ser superior a lo que es posible costear con las tarifas de los usuarios más pobres, entonces está obligada a discutir las alternativas. Dicho debate está sorprendentemente ausente de la agenda pública de las ciudades de México. En la gran mayoría de ellas, la discusión se limita a hacer un héroe del alcalde que niega aumentos a la tarifa, y un villano del pobre diablo que tuvo que autorizar un incremento para prevenir un paro.

Aterrizo pues en el caso de Saltillo, Monclova y Torreón. ¿Cómo plantean financiar los ambiciosos proyectos de transporte urbano que promueven sus alcaldes? Más allá de terminar sus gestiones entre fuegos artificiales entregando autobuses nuevos, ¿hay un modelo de negocios nuevo, o estamos condenados a observar cómo el sistema se cae a pedazos en poco tiempo?

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