Arte digital: Aída Moya.
Siete películas rodadas en 24 años constituyen el legado de uno de los más grandes e independientes realizadores del séptimo arte soviético. Más que contar historias, Andréi Tarkovski esculpe imágenes cinematográficas y construye un lenguaje artístico saturado de simbolismos que atrapan al espectador desde que la cita comienza a correr.
Adversidad quizá sea la palabra que mejor defina la vida de Andréi Tarkovski. Para su obra cinematográfica, el propio autor acuñó un término: esculpir el tiempo. Lo cierto es que estamos frente al director más importante de la era soviética después de Sergéi M. Eisenstein, y ante uno de los más auténticos, celosos y escrupulosos cineastas que ha dado el séptimo arte. Sin ser prolífico, construyó una sólida y densa filmografía que podría definirse como un organismo coherente de partes inalienables. Pero hacerlo no fue nada sencillo.
Nació el 4 de abril de 1932 en Zavrazhe, en el área ruso-europea de la inmensa Unión Soviética. El hogar del que surgió fue atizado con las letras, sus padres fueron el gran poeta Arseni Tarkovski y María Ivanova, escritora. Se divorciaron y Arseni se alistó como voluntario en el Ejército Rojo al inicio de la Segunda Guerra Mundial. La infancia de Andréi transcurrió entre Yuryevets, comunidad cercana a su pueblo natal, y Moscú. Al finalizar el conflicto la familia se estableció de manera definitiva en la capital soviética.
Antes de ingresar al Instituto Estatal de Cinematografía, estudió música y lengua árabe y se involucró en una larga expedición en la extensa provincia de Krasnoyarsk. Fue ahí donde decidió consagrarse al cine, quizá impactado por la amplia y profunda taiga siberiana. En la academia conoció a su primera esposa, la actriz y directora Irma Raush, y se acercó a la visión de grandes realizadores como Akira Kurosawa, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, de quienes admiró y adquirió la concepción de autor independiente. Su trabajo de graduación fue Katok i skripka (1961), un cortometraje con el que obtuvo el primer premio en el Festival Estudiantil de Nueva York.
HÉROES IMPÁVIDOSY RECUERDOS VIVIENTES
Muy pronto comenzó a trabajar en su primer largometraje, La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), inspirado en un relato corto de Vladímir Bogomólov. Un niño de 12 años cumple misiones especiales para ayudar al ejército soviético a vencer a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Las escenas del principio y el final son las de Iván en su contexto infantil. En medio de esa especie de ensoñaciones, la brutal y absurda guerra. Con una fotografía en blanco y negro de alto contraste, audaces tomas y cuadros perfectamente construidos, Tarkovski se revela en como un profundo conocedor del lenguaje cinematográfico.
Los elementos básicos de la estética tarkovskiana y su concepción del arte fílmico están ya presentes es esta cinta. La Naturaleza omnipresente, el simbolismo barroco, el materialismo ajeno a la proyección subjetiva, el inconsciente peregrinar de sus personajes, la obra humana convertida casi en ruinas. La intemperie lo invade todo. El bosque de abedules es el santuario donde se desencadenan los arrebatos. La seguridad y el imperativo de las intenciones de Iván contrastan con la realidad de su edad. No es precoz, es un niño en medio de un mundo atroz que sabe lo que debe hacer aunque no sepa por qué.
Por su poética visual y su intensa historia, la película sorprendió al público y a la crítica en el Festival de Venecia, donde a pesar de ser una ópera prima ganó el León de Oro en 1962.
Al joven Tarkovski le llovieron ofertas pero rechazó embarcarse en cualquier proyecto que no fuera suyo. Así se dispuso a trabajar en coordinación con Andrei Konchalovski en el guión de Andrei Rublev (Andrey Rublyov) inspirada en la vida del más grande pintor del medioevo ruso. El filme quedó concluido en 1966 pero algo en el abordaje de la historia incomodó a las autoridades soviéticas, quienes incluso la sacaron de competición del Festival de Cannes en 1967.
Rodada en blanco y negro (salvo la penúltima escena), toma como eje la biografía del llamado “Giotto ruso” y la trasciende para mostrar aspectos de la dura vida de los campesinos en la época de las invasiones tártaras, las pestes mortales, la hambruna y la intolerancia religiosa. Más que un relato de la existencia del artista, es un cuadro fragmentario de lo que éste observa casi de forma pasiva y silenciosa, mientras busca llevar a cabo su irrefrenable misión: plasmar sobre una superficie sus iconos planos. Llama la atención lo anticlimático de la visión tarkovskiana, aquí más evidente que en su trabajo anterior. No se trata de una secuencia de hechos significativos sino de los momentos previos a su culminación.
El cine de Tarkovski se aleja de la retórica pues no intenta comunicar algo específico, cargado de ethos, simplemente busca mostrar algo. No hay idealismo histórico, representación anacrónica del tiempo pasado. Hay desgaste, suciedad, naturaleza ‘invasora’ (la inmanencia del agua) que todo lo cubre sin absorberlo.
Aún dudando, pero con toda la presión encima, el régimen comunista permitió la exhibición de la cinta en el Festival de Cannes de 1969 bajo ciertas condiciones: en el último día, a las cuatro de la mañana y fuera de concurso. El celuloide se enlató y no fue sino hasta 1972 que pudo recorrer las principales salas del mundo.
DESDE EL ESPEJO
En plena carrera por la conquista del cosmos, Tarkovski se enfrascó en uno de sus proyectos más ambiciosos. Tomando de base la novela de ciencia ficción Solaris de Stanislaw Lem, llevó a la pantalla un intrigante relato (Solyaris, 1972) historia de una estación espacial anclada en un extraño planeta cubierto de un océano que materializa las imágenes mentales de los tripulantes. Visualmente es asombrosa. Son notables las diferencias entre la extensa espesura verdosa de los alrededores de la casa del protagonista, y la asfixiante atmósfera de la estación. Contrario a las películas típicas del género, la tecnología que aparece en Solaris padece de atrofia y abandono. Las materializaciones y anormalidades son asumidas por los personajes con una apatía kafkiana, tal y como refiere Pilar Carrera en su libro Andréi Tarkovski. La imagen total.
Quizá el proyecto más personal de Tarkovski sea El espejo (Zerkalo, 1975), donde llevó al extremo sus inquietudes artísticas. Plagada de referencias autobiográficas, el edificio construido por el realizador nuevamente es fragmentario. El pasado y el presente caminan de la mano sin confundirse. Los recuerdos que elige no son siquiera los más eminentes sino imágenes agolpadas sin una secuencia lógica y que no sirven, como en el biopic tradicional, para delinear el perfil de un personaje. Es sólo la memoria y su caos.
Como era de esperarse, El espejo despertó polémica en la Unión Soviética; los críticos fueron duros en la medida en que no la entendieron. Elitista, solipsista, incoherente, son algunos de los adjetivos que asediaron a Tarkovski. El largometraje fue relegado a las peores salas de cine y con muy poco tiempo de exhibición.
Cuatro años después regresó a la senda de la creación con un filme que bordea la ciencia ficción y retoma la estructura narrativa lineal. Stalker (1979), basada en la novela Picnic al borde del camino de Arkadiy y Boris Strugatskiy, muestra a un anónimo guía de peregrinos que quieren adentrarse en un extraño lugar donde los deseos más profundos pueden hacerse realidad. Tarkovski despliega su genio artístico para enseñar la ruinosa civilización de un mundo industrial y atrofiado; de nuevo el impulso irrefrenable del protagonista: tiene que cumplir su misión aunque no conozca a ciencia cierta el sentido que ésta tiene.
LA NOSTALGIA DEL EXILIO
Su siguiente obra, Nostalgia (Nostalghia, 1983), fue rodada en la Toscana. El escritor Andréi Gorchakov viaja a Italia tras las huellas de un suicida músico ruso del siglo XVIII. En su recorrido conoce a un hombre demente, obsesionado con cruzar una piscina de aguas termales con una vela encendida para salvar al mundo. Cuando se prende fuego, Gorchakov intenta culminar la misión del suicida. Una vez más, motivos irracionales se apoderan de los personajes. Una vez más la impavidez kafkiana. Pero ahora, un rasgo autobiográfico: la nostalgia de vivir lejos de una época y un territorio que no es el propio.
Tarkovski no regresaría a la Unión Soviética. Había quemado sus naves. La última escena es evocadora. Gorchakov aparece frente a su casa en la estepa, dentro de las ruinas de una iglesia italiana. La cinta obtuvo el Premio del Jurado en Cannes y su creador, el galardón al mejor director.
Fue muy difícil para él concluir su última película: El sacrificio (Offret, 1986), la cual realizó con apoyo recibido de Francia, Suecia e Inglaterra. El cineasta padecía cáncer pulmonar y recibía radioterapia. En la historia, un actor retirado vive en una isla con su familia. En su cumpleaños organiza una modesta fiesta. En el transcurso de ésta se desata la tercera guerra mundial. Él promete que si las cosas vuelven a estar bien en el mundo sacrificará todo, incluso su casa y su familia. El sacrificio se consuma pero al final no se sabe si el milagro ocurre o si todo fue el delirio de un demente. Durante la postproducción, Tarkovski yacía en cama. Para cuando llegaron los reconocimientos había muerto.
El cine de Tarkovski rompe los modelos convencionales, trasciende los géneros. Sus filmes se conciben como un órgano unitario, un constante fluir de vida de la que sólo se toman algunas fotografías que no atrapan los instantes más importantes. Es la gran obra de un escultor que hace del tiempo su materia prima y de las cosas humanas rasgadas por la Naturaleza, su fuente de inspiración.
Twitter: @Artgonzaga