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Traiciones del porvenir en la prosa de Elena Garro

Cincuenta años de no cambiar

Traiciones del porvenir en la prosa de Elena Garro

Traiciones del porvenir en la prosa de Elena Garro

Iván Hernández

Las memorias de un pueblo pueden contarse de muchas maneras; que sea Ixtepec quien las cuente es darle una multitud de voces a la tristeza. Un recorrido por el pasado que nunca termina es, además de una lección de historia, una afirmación de los defectos del hombre.

En un libro de literatura infantil, Michael Ende propone un acertijo que habla de tres hermanos muy cercanos, tanto, que el primero sólo existe cuando el segundo lo permite mientras que el tercero, inasible por definición, desaparece cuando se transforma en el segundo. La solución a esta adivinanza es tan simple como conjugar un verbo cualquiera en sus tres tiempos vitales.

Los recuerdos del porvenir propone un juego distinto, uno que carece de la dimensión animada del presente y de la esperanza del futuro. Hace medio siglo, Elena Garro publicó las memorias de un extraño de nombre Ixtepec. No es un hombre, ni una mujer, sino un pueblo que ha alcanzado el punto álgido en el que las tristezas son más fuertes que la vida. Cuando el mañana se agota, el ahora es improbable, un lujo que pocos pueden costear porque el tiempo es cada vez más escaso y la pena cada vez más gratuita.

LA VOZ DE LA MEMORIA

En Ixtepec, el acertijo de Ende carece de sentido, porque el segundo y el tercer hermano han fallecido. En este pueblo no hay nadie, los fantasmas andan muy ocupados en su ronda interminable, las sombras sustituyeron a las cosas que tuvieron brillo, los árboles ya no alzaron las ramas que fueron dobladas por el peso de la muerte. Ixtepec no vive, tampoco dialoga, su voz es como la de una transmisión radial que repite el mismo discurso una y otra vez, sin interrupciones. El suyo es un monólogo de nostalgias, dolores y fingidas alegrías.

El calor de ciertos cuerpos, de ciertos momentos, deja huella hasta en las piedras, y así, el pueblo relata su fin o al menos un período aciago que echó sobre sus calles un largo velo, profundamente negro.

Para que el lector sea capaz de comprender las cuitas de Ixtepec, Elena lo pone a recordar, y es ahí donde comienza una doble ficción: las memorias del pueblo son los dichos y hechos de sus habitantes, pero también son los recuerdos que pueblan el entramado inhóspito de las lecciones de Historia, los rostros difusos y las reconstrucciones de hombres que dieron su apellido a montones de personas: villistas, zapatistas, carrancistas, hasta Jesús el nazareno prestó su calvario a los llamados cristeros.

El acto de recordar posee la extraña cualidad de presentar como propios: relatos, anécdotas, abrazos de otros; además, mezcla elementos ajenos con la arcilla personal y de ese revoltijo surge una identidad distinta. La memoria, al igual que la poesía, es de quien la necesita. El personaje de esta historia llamada vida, va por el mundo creyéndose dueño de ayeres valiosos, de amores y odios que fueron tan ciertos como el aire que se respira mientras se reflexiona sobre el pasado.

IXTEPEC Y SUS DIFUNTOS

“¿Quién es?”, pregunta uno de los personajes. “Uno que fue”, responde otro. El ayer llama y los vivos responden, aunque en realidad ninguno respira. “Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”, esta frase enmascara otra ficción. De la existencia de un ser humano o de un pueblo no queda sino la forma en que se cuenta lo que fue. Recordamos los nombres, no a los hombres, y si el nombre cambia el hombre es olvido. El pasado está hecho de palabras que cuentan de un modo lo que podría contarse de mil maneras distintas, con sinónimos, retruécanos, sin adornos estilísticos... Las traiciones de la memoria, ésas de las que habló tan bien Héctor Abad Faciolince, son la regla a la hora de contar aquello que alguna vez fue cierto.

En los recuerdos de Ixtepec, la inexistencia del futuro es el hilo conductor, nunca se habla de lo que vendrá, solamente se refiere que las más intuitivas, las más listas, las más cobardes de las gentes, sabían que algo iba a suceder y cuando ese algo sucedió ya no fue posible volver a los bailes, a las luces, a la infancia.

Que el tiempo se suspenda no es descabellado, en especial cuando se carece de horizonte, si el porvenir se agota, el corazón deja de latir. La novela presenta una escena que en estos tiempos de tecnologías e interrupciones varias, poco tiene de extraordinario gracias al botón de pause. Así llega la despedida, con el mundo preso dentro de una burbuja atemporal, la burbuja se rompe y los movimientos se reanudan, sin embargo, alguien, acaso un pueblo entero, ha partido de esta realidad.

UN LUGAR DE CUYO NOMBRE...

“Cada seis años la patria cambia de apellido”, una frase escrita hace más de cincuenta años y la pregunta obligada es: ¿ha perdido vigencia? Elena no sólo nos presenta una novela con los ingredientes frecuentes en las obras de ficción (celos, violencia, locura), también nos cuenta la forma en que un pueblo padeció las imposiciones de quienes hicieron demandar en el país su bandera revolucionaria, reaccionaria o institucional. Porque la guerra es cruel, pero la paz surgida de la batalla puede ser peor. Y las noticias llegaban, atrasadas pero llegaban, y no decían nada bueno; los soldados entraron al pueblo y no trajeron consigo sino las órdenes de los fusiles; los rebeldes nunca aparecieron porque el estar en contra es parecido a un exilio permanente.

La lección de Historia que ofrece Elena Garro es una sensación más que una idea. Es la tensión permanente de los sometidos explicada en unos cuantos párrafos. Ixtepec nos habla de Carranza, Obregón, Calles, de persecuciones y balazos, del continuo cambio en un país que en realidad no cambia.

Otra constante en Los recuerdos del porvenir es la costumbre de los hombres de ser valerosos ante el enemigo, pero indefensos, inútiles y faltos de recursos cuando se trata de abarcar a una mujer. En el pueblo mandan las mujeres, ellas provocan las muertes con su desdén o con su mirada cautivada. Sin embargo, tener el sexo femenino tampoco es fácil, porque al Güero Monico le gustan las señoritas, las muerde entre las piernas y la herida se convierte en una compañera de vida.

LA REALIDAD MÁGICA

Vivir es difícil, morir es fácil, basta con cerrar los ojos y hacer algo distinto a dormir, hacerse de piedra. Ser joven o viejo da lo mismo, las únicas opciones son meterse debajo de una lápida, o convertirse en seres inertes. La noche y los ruegos no son capaces de aliviar la desventura, la traición, ni las ausencias. El día y los seres queridos no pueden evitar la huida hacia un lugar sin puntos cardinales. El futuro no existe porque, entre otras cosas, en Ixtepec no hay amantes que se entreguen, todos prefieren extinguirse de pronto o irse apagando poco a poco.

La prosa de Garro está llena de frases que sólo pueden entenderse con ojos poéticos, son ideas «brillantes como cuentas», que hacen difícil la comunicación. Luego de escuchar, y no entender, los amigos pierden el hilo y el poeta observa a sus palabras rodar por el piso, inútiles, rotas, diferentes de las cosas que tienen algún uso. En Ixtepec, las palabras toman «formas de conos azules, lagartijas sonrientes y pedazos enormes de papel» ante los ojos confundidos de señoritas que buscan perderse, sin ninguna explicación, en un hotel.

EL VIAJE TERMINA

El juego que propone Garro, porque la literatura es un embuste cerebral o apasionado, no tiene las complicaciones de otros autores que se decantan por el lenguaje poético o por la excesiva llaneza. La voz de Ixtepec es un recuento de evidencias que revela la identidad de los autores intelectuales y materiales de crímenes a la vez malignos y gozosos. “El hombre ama sus pecados”, dice Elena Garro y con esa certeza borra de un plumazo el presente y el futuro. La explicación es simple, como un acertijo infantil: los pecados sólo pueden amarse luego de haber sido cometidos.

Correo-e: bernantez@hotmail.com

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