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Tropezándome con los recuerdos

ADELA CELORIO

Ya de salida recuerdo lo que olvidé decir. Estoy rumiando lo que me faltó, lo que no tuve tiempo de terminar: comentarios, sugerencias, conversaciones que quedaron truncas. Guardo para la próxima vez los montones de abrazos que no alcancé a dar. Y es que cuando viajo a La Laguna me olvido de cronos (ese insufrible chicote que es el reloj) para instalarme en Kairós que es ese tiempo indeterminado en el que las cosas especiales suceden. Es el tiempo de gracia que la vida nos concede para abandonar los caminos seguros y aventurarnos por cualquier sendero desconocido con el riesgo de que aparezca un lobo y pues… no sé, cualquier cosa puede suceder. Es el momento en que uno se siente ligero, capaz de apagar el piloto automático y despertar las antenas adormecidas por la rutina. Mis aventuras laguneras son adrenalina pura. Me permito la osadía de sintonizar con personas que han elegido compartir conmigo -aunque sólo sea por unas horas- la improductiva aventura de hacer sopa de letras para recrear historias porque como dice el escritor Héctor Aguilar Camín, "en toda familia hay una buena novela por escribirse". Mi propósito es contagiar, animar a los participantes a que expresen sus emociones por escrito y descubran la libertad que tiene la palabra para coger sus propios caminos a donde no nos queda más que seguirla. Es apasionante construir todos juntos un mundo mágico donde el tiempo es cualitativo y no cuantitativo. Menos mal que como alguien dijo: "la vida no se mide por el tiempo que uno respira sino por los momentos que nos quita la respiración".

Mis viajes a La Laguna lo hacen. Desde que piso aquellas tierras caigo en un torbellino. Pierdo la noción del tiempo cuando escucho las voces, pero también las pausas de alguna garganta que ahogada por las lágrimas se niega a emitir palabra. Textos escritos a corazón abierto que nos acercan y nos hermanan. Todos tenemos alguna pena que contar, algún amor pendiente, la esquiva felicidad que juega a las escondidas con nosotros. Horas intensas que más tarde o más temprano han de sujetarse a la tiranía de Cronos, ese grosero artilugio que nos avisa que el tiempo se acabó. Que la oportunidad ya pasó. Otras vendrán, pero esos primeros días de septiembre de 2013, nunca jamás. El reloj se impone con la implacable precisión que tan bien administra ese poderoso Ferrari llamado Yeye Romo, y pues… ni modo, otra vez será.

Otra vez me organizaré mejor y el tiempo rendirá más; me prometo y con cierta nostalgia recuerdo aquello de que nunca se sabe cuándo es la última vez que hacemos algo. Cuándo es la última vez que montamos en bicicleta, tomamos un avión o hacemos el amor. Con esas telarañas en el alma y sin darme tiempo a despedirme, me montan en mi escoba y salgo volando.

"Viajar es marcharse de casa/ es vestirse de loco/ diciendo todo y nada con una postal/ Es dormir en otra cama/ es sentir que el tiempo es corto/ viajar es regresar". Contra mi voluntad, pero regresé y aquí me tienen nuevamente formando parte del mobiliario de esta su casa (que es la mía) y como quien se niega a aceptar que el postre se ha terminado y recoge con la cucharita lo que queda en los bordes del plato; yo recupero los recuerdos, las caras, las sonrisas, los abrazos, la amistad. La dulce Mo y sus niños que me arroparon en su casa. Tantos amigos que me abrieron sus puertas y me convidaron su vino. El magnífico salón que nos provee El Siglo de Torreón para nuestras divagaciones literarias; y ya en Durango las mañanas frescas en el museo Guillermo Ceniceros, tan lleno de vida, de arte, de niños y adultos porque su directora Mayela Torres lo mantiene en permanente actividad.

Por cierto, extrañé a mis otras Mayelas y sus cenas bajo las estrellas, pero otra vez será. Ya, ya sé que los relatos de viajes sólo alegran a quien viajó, pero aburren a quien los escucha. Usted habrá de perdonarme pacientísimo lector, pero son demasiadas emociones y como todavía no he tenido el tiempo para acomodarlas, me ando tropezando con ellas y pues ni modo.

Por lo demás no tengo mucho que contar porque desde que volví estoy en encierro forzoso. No tengo auto en qué moverme ni quién me lo preste porque después de chocar mi camioneta, la del Querubín y hasta la que me prestó mi hijo, -todas en un solo mes- tengo la impresión de que mi familia está empezando a desconfiar de mí. El otro día escuché a mi Querubín diciendo a un amigo por teléfono: "cada rato me llaman para avisarme que mi esposita está bien y que el vehículo se fue al taller. Ya tengo ganas de que cualquier día me llamen para avisarme que el vehículo está bien y que a mi esposita se la llevaron al taller."

adelace2@prodigy.net.mx

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