Agobiado por los escándalos -las revelaciones sobre los abusos sexuales a menores por sacerdotes; la difusión de sus documentos privados por la deslealtad de su propio mayordomo, Paolo Gabriele; la corrupción de la banca vaticana, entre otros- y sin tener el vigor para encarar los grandes retos de una iglesia que se inscribe en un entorno crecientemente secular (la eliminación del celibato al que están obligados los ministros religiosos, el aborto, la eutanasia, el divorcio, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el uso del condón, significativamente), Joseph Ratzinger decidió renunciar a su ministerio para regresar a lo suyo: el estudio, la teología. Lo otro, la conducción de ese pesado aparato político, no le va bien a quien es, meramente, un teólogo.
Desde ya los hombres del poder temporal de la iglesia católica -los cardenales que tienen a su cargo la pesada burocracia de la Curia romana- juegan con maestría esos viejos juegos de poder, como lo han hecho sus predecesores por siglos y siglos; juegos que conducirán a la elección de uno entre ellos a quien le entregarán el anillo y el sello papal y llamarán Santo Padre, Sumo Pontífice, Vicario de Cristo.
En estos días se desplegará la intriga y los intereses mundanos, una lucha poco mística, poco espiritual, entre esos que llaman "reverendísimos" y "excelentísimos", pero que no dudan en recurrir a los artefactos más rudos y letales, si tienen que hacerlo, porque su reino sí es de este mundo. Sin embargo, esos entresijos no serán perceptibles para los externos, los asuntos en el Vaticano suelen mantenerse en absoluta secrecía.
Ratzinger, un teólogo respetado por su intelecto, transitó de la cercanía a la teología de la liberación a posturas tradicionalistas. Personaje controversial, admitió durante su visita a Portugal, en mayo del 2010, los "propios pecados" de la Iglesia y prometió que los culpables no sólo responderían ante Dios sino también ante la justicia ordinaria. Pero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, flaqueó ante las perversiones de quienes, como el padre Marcial Maciel, abusaron de niños y jóvenes que creyeron en su santidad. "Es una persona muy querida del Papa Juan Pablo II y, además, le ha hecho bien a la Iglesia", argumentó el entonces cardenal.
Ya como cabeza de la Iglesia católica, Ratzinger se quedó lejos del lugar que estaba llamado a ocupar: un papado de transición, que sacara a la Iglesia del momento crítico en que se encuentra y sentara nuevas bases. Pero no lo hizo, incluso abrió otros frentes de conflicto, por ejemplo cuando, en septiembre de 2006, al inicio de su papado, vinculó, durante una disertación en la universidad de Ratisbona, a la fe musulmana con la violencia.
La breve experiencia del papa Ratzinger -habrá permanecido al frente de la Iglesia católica menos de ocho años- debería convencer a los cardenales electores de la pertinencia de elegir a un Papa joven (en términos de su tradición, de algo más de 60 años), con la fortaleza y enjundia para oxigenar un espacio tradicionalmente denso. Pero no es probable que sea un revolucionario como Juan XXIII, no da para tanto la correlación de fuerzas… salvo que ocurriera un milagro.
Benedicto no es misionero ni un político sagaz, mucho menos un líder carismático como Juan Pablo II, es un teólogo que se dedicará a estudiar y escribir, mientras su sucesor, quien ocupará La Silla de San Pedro, se ocupará de la pesada responsabilidad de ser, a un tiempo, líder político y religioso y encabezar, como escribe Juan Luis Hernández, "una de las instituciones más conservadoras, rituales, verticales y antidemocráticas de la contemporaneidad".
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@alfonsozarate
(Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario)
