Estoy seguro de que libros como El arte de perdurar, de Hugo Hiriart, Ensayos sobre crítica literaria, de Antonio Alatorre, o Veredas para un centauro, de Paola Velasco, generan más lectores que los millones de pesos invertidos en espectaculares con mensajes huecos promoviendo la lectura. Para sustentar esta afirmación quisiera recordar algunas entre las páginas más valiosas de la literatura universal. Pienso en el ensayo publicado por Jonathan Swift en 1729, en el que propone una forma de terminar con la pobreza y la desnutrición: comiéndose a los hijos de los pobres. Swift propone recetas para cocinar a los bebés en estofado, asados, al horno o hervidos. Para que nada se desperdicie, propone usar la piel tierna de los niños para hacer guantes para dama y botas de verano para caballeros. Publicado hace casi 300 años, este ensayo es considerado una obra maestra y cada año se reimprimen nuevas ediciones.
No hemos reflexionado lo suficiente acerca de los efectos que puede tener una campaña de promoción de la lectura que nos invita a leer sin decirnos qué ni cómo. Los mensajes huecos tienen la misma trascendencia que las leyendas insertadas en los comerciales de frituras y refrescos, esas que en minúsculas letras nos aconsejan: “Come bien” o “aliméntate sanamente”. ¿En verdad pueden dos palabras contrarrestar la avalancha audiovisual que nos invita a atascarnos de comida chatarra? ¿Puede la frase leer es padrísimo impedir que alguien se tumbe a ver telenovelas? No.
Vivimos en sociedades saturadas de publicidad, asediados por anuncios que nos prometen el éxtasis en dos palabras: satisfacción garantizada. No obstante, los productos están diseñados para sembrar en nosotros la semilla de la insatisfacción, pues ese es el principio básico del consumismo. Cambian las ideas como cambia la moda, como cambian los aires del tiempo, nos dice Paola Velasco en la página 121 de Veredas para un centauro. La publicidad insiste en que necesitamos siempre la versión más nueva de todo. Pero esta dinámica entraña una contradicción: para que el modelo funcione, es necesario que los miembros de la sociedad persigan la satisfacción (comprando), pero también que nunca la alcancen permanentemente, pues frenarían la estampida consumista, lo que significaría un colapso para la economía. Así, el principio del consumismo es lograr que las personas compren, no que sacien sus necesidades. Entre más compren, mejor, por eso los productos son devaluados casi de inmediato: las novedades de hoy son la basura de mañana.
El mundo literario no es ajeno a esta dinámica: nunca como ahora se habían publicado tantos libros, pero tampoco se había condenado a cada nueva obra a una muerte tan temprana. Lo que importa es que los libros se vendan, no que se lean, mucho menos que se entiendan. Veamos, si no, cómo se comportan las editoriales: las librerías están llenas de mesas que nos invitan a comprar los libros más nuevos, no los mejores. Pero esas novedades estarán mañana en la mesa de saldos.
Pienso en don Antonio Alatorre, que en vida se negaba a publicar por publicar para no aumentar, como el decía, “el enorme cerro de los libros prescindibles”. Para él un libro merecía ser publicado sólo cuando era lo suficientemente claro para ser entendido por un público amplio y con intereses variados. Precisamente aquí se revela la enorme importancia de libros como los que mencioné al inicio de este texto: se atreven a avanzar en muchas y muy distintas direcciones para dar a los lectores esas entradas a la literatura de las que sí nos habla don Antonio Alatorre y no nos hablan las porristas de los 49s de San Francisco. En suma, nos invitan a replantear nuestra forma de ver el mundo. No es su propósito convencernos de nada, sino iniciar conversaciones que al concluir el texto permanecen vivas dentro de nosotros, rebotan y vuelven a nuestra mente transformadas en ideas nuevas.
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