¿Qué más se puede decir acerca de Nelson Mandela? Ya todas las voces se han levantado para proclamarlo un santo laico, ejemplo para la humanidad, guía de su pueblo, libertador, conciliador, capaz de perdonar, de unir no sólo a su patria, de aguantar la ignominia con dignidad, de luchar y luchar y no darse jamás por vencido.
El hombre que fue capaz de resistir la represión y humillaciones del gobierno blanco sudafricano durante décadas con tal entereza que hasta sus carceleros lo respetaban, fue el mismo que supo entender que así como su país había estado mutilado, cercenado por el Apartheid, una vez derrocado el viejo régimen la única manera de tener una patria completa era integrándolos a todos, buscando la verdad antes que el castigo, y esa nunca a costa del perdón.
Pocos ejemplos más contundentes de la mezquindad humana, de la crueldad y la capacidad para maltratar al prójimo, para excluirlo, esclavizarlo, minimizarlo, y de la perversa mecánica mental que les permitió intentar justificar uno de los sistemas más oprobiosos, más repugnantes de nuestros tiempos. Y es que si exceptuamos al nacionalsocialismo alemán, no hay en el último siglo un ejemplo más claro de lo profunda e intrínsecamente malo que pueden ser los seres humanos cuando usan el poder, las leyes y las instituciones para someter a los que considera diferentes, inferiores.
A Mandela le tocó padecer el Apartheid doblemente, no sólo como un negro en un país que les negaba los derechos más elementales, sino como un prisionero político emblemático, y que por lo tanto era sujeto de un escrutinio especial, de condiciones carcelarias diferenciadas para bien y para mal. Supo conservar no sólo la entereza y la dignidad, cosa nada fácil dado el trato del que era objeto, sino también la ecuanimidad, la brújula ética que tantos pierden cuando el infortunio o el poder tocan a sus puertas.
Mandela resistió los malos tratos de la misma manera en que se negó a aceptar privilegios o prebendas mientras estuvo en prisión, a menos que se extendieran a sus compañeros de cárcel. Una vez libre no cayó en la tentación de los caudillos, y vivió modestamente incluso a su llegada a la presidencia. Y, para quienes se sienten indispensables, dio una lección de humildad, de realismo y de visión de futuro cuando optó por no buscar un segundo periodo en la Presidencia, mismo que hubiera obtenido de manera arrolladora con tan sólo insinuarlo. Lo suyo no era el poder, ni la riqueza, ni la gloria. Lo suyo era el legado que habría de dejar a su país y al resto del mundo en la forma de su ejemplo.
Nelson Mandela ha recibido todos los honores habidos y por haber, en vida y ahora todavía más tras su muerte. El mundo entero se le ha rendido, con justa razón, y toda suerte de figuras públicas, especialmente políticos, han buscado en las palabras, en la retórica, en la demagogia, la manera de alabarlo, de congraciarse con su memoria, de acercársele aunque sea a fuerza de discursos, de panegíricos.
Lo que muy pocos, tal vez ninguno, ha hecho es tratar de imitar al Mandela de carne y hueso, a ese que fue capaz de perdonar a sus opresores, de buscar la reconciliación antes que la revancha, a ese que entendió que un país guiado por el odio sólo puede dirigirse a su propia ruina.
Con todas sus carencias y deficiencias, con la desigualdad económica y racial que persiste, Sudáfrica sigue destacando como una nación que se sobrepuso a la peor de las pesadillas, y que ha sido capaz de evitar la violencia, la sed de venganza, que ha marcado a tantas otras del continente. Hoy Sudáfrica tiene una democracia robusta, una economía que sigue creciendo, a pesar de haber perdido parte de su dinamismo, y una brecha enorme entre ricos y pobres, pero que tiende a cerrarse gradualmente.
Tiene también su cuota de políticos vividores, demagogos, manipuladores. Pero ahí no son ellos los que conducen los destinos de la nación, no son los líderes adorados. Por el contrario, se les mide siempre con una vara muy alta, inalcanzable tal vez, que es la del ejemplo de Mandela. Ese que supo perdonar, que supo reconciliar, que entendió que el odio sólo nubla la razón, y que sin razón los políticos están condenados a la perdición.
Internacionalista
Twitter: @gabrielguerrac