Estamos a cuatro semanas aproximadamente para que se celebren los comicios en el estado de Coahuila para la renovación del Congreso local. La reforma electoral promovida en el sexenio de Enrique Martínez y Martínez donde se decidió que las alcaldías duraran cuatro años en lugar del convencional trienio, propician que se susciten estos extraños comicios donde los electores habremos de acudir a las urnas para elegir únicamente a los diputados locales, nada de alcaldes, o gobernadores. Tal y como sucedió el año pasado, los votantes coahuilenses sólo irán a cruzar una boleta únicamente, así como sucedió el año pasado, para la elección de los presidentes municipales.
En este ambiente de elecciones de poco atractivo, ya que no está en juego para efectos de la ciudadanía prácticamente nada, lo que se puede advertir es que también en la política mexicana contemporánea parece que estamos irremediablemente condenados a LA MIERDA, aun con todo y alternancia electoral.
Primeramente, durante más de sesenta años a nivel municipal -específicamente en Torreón-, a setenta en el ámbito federal y en lo estatal todavía continúa, los ciudadanos vivieron bajo el dominio de un sistema de partido-Estado, donde el concepto democracia sólo existió en los discursos y en la letra de la Ley, mas no en la práctica.
En 1996, por primera vez el sistema oficial recibía una sanción por el electorado, que ya para entonces podía transitar en un marco legal poco más equilibrado. Así, la oposición entonces se hizo por primera vez en la historia con la Presidencia Municipal de Torreón, en la persona del panista Jorge Zermeño, con lo que se instauró la alternancia en el poder.
Al término de ese primer trienio, en el año 1999 ocurrieron las elecciones para renovar el Ejecutivo estatal, y ahí los torreonenses decidieron devolverle el poder al PRI, representado por Salomón Juan Marcos, quien, por razones obvias, sucedió a Zermeño. Con lo que la alternancia seguía siendo la regla.
Llegó el 2 de julio de 2000, y entonces México entero vivió un día histórico en su historia. Por primera vez el poder federal le era arrebatado por la vía democrática plena al grupo en el poder, y éste se había sujetado plenamente a la Ley. Se vivió más que nunca la alternancia.
En la misma circunstancia, el mandato del alcalde Juan Marcos llegaba a su término y el 29 de septiembre de 2002 los torreonenses acudieron a las urnas, decidiendo de nueva cuenta darle el poder a un partido distinto a quien hasta entonces lo detentaba. Bajo esas circunstancias, Guillermo Anaya se convirtió en presidente municipal de Torreón el primero de enero de 2003.
El paso del tiempo es inexorable, y por lo tanto se agotó el sexenio de Martínez y Martínez y con ello también las alcaldías debían renovarse. Aquí no hubo cambios, el PRI mantuvo el Estado con Humberto Moreira y el PAN el municipio de Torreón con José Ángel Pérez.
Desde entonces, la alternancia dejó de ser una opción para una mejor vida pública para Torreón, ya que la misma dejó de ser opción viable para que los políticos tuviesen más cuidado en su actuar temiendo que de comportarse inadecuadamente, el electorado podría castigarlos, como hasta entonces ocurría. No sucedió así para nada.
En el plano federal, la esperanza que trajo Fox pronto se desvaneció al convertir la Presidencia de la República en una institución poco menos que frívola, que además por falta de poder y por falta a su palabra no realizó el cambio que prometió en su campaña. Su relevo, Felipe Calderón, tomó al país más polarizado que nunca; vivió la peor crisis económica desde los años treinta y le explotó el problema de la violencia con los narcos, tema que manejó con la torpeza que debe de esperarse de un burócrata como lo es. Pero nuevamente apareció la alternancia y el PRI democráticamente tiene de nuevo el poder del país. Haber cómo termina.
El problema de ahora es que la alternancia no es más una opción, ya que sean mimetizado los políticos, no hay pues fronteras ideológicas, sólo intereses y en Torreón es más evidente que nada. Basta ver la noticia cómo el desvergonzado de Fernando Macías Anaya, sobrino del controlador del PAN estatal, Guillermo Anaya, decidió irse al PRI porque por un asunto de equidad de género le arrebataron la candidatura que había ganado para competir en estas elecciones a diputados. El joven de 27 años con incipiente carrera, se llevó al otrora partido odiado a algunos muchachos como él, pensando que en realidad será tomado en cuenta. Migajas le darán y seguro sus ingresos tendrá, pero este hecho es prueba fehaciente que la clase política local lo está perdiendo casi todo.
En el PRI, en cambio, están más que gozando, porque ya tienen de rodillas al partido que por años los incomodaba al señalarles sus mezquindades en el ejercicio del poder. Hoy sabedores de que lo tienen todo, los priistas poco se preocupan de la competencia, la tienen ganada de suyo, porque su estructura electoral y la desilusión del pueblo al saber ya que los panistas son iguales o peores que ellos les ha garantizado la permanencia en el poder.
El episodio de Macías Anaya es el más reciente, pero otros lo habían hecho antes. José Maynes fue diputado local por el PAN y desde hace ya años cobra en las administraciones priistas. Aquel operador de José Ángel Pérez, Manuel Villegas, desde hace mucho está trabajando con el PRI; y el caso de Luis Gurza es quizá el más lamentable para aquellos que creen que uno debe ser leal a los principios de los padres, aunque los principios, cierto, no dan de comer. Claro que hay más ejemplos, pero estos son quizá los más evidentes y frescos.
El escenario es claro y ominoso para la ciudadanía, al no tener ya la alternancia como opción, las opciones para el pueblo cada vez se reducen, pero habrá que hacer votos para que se encuentre otra vía real y legal para que se deje de exprimir a los ciudadanos de a pie por la clase política.