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Apañados, exhibidos y balconeados

GABRIELA WARKENTIN

La era está pariendo (otra vez) paradojas multifactoriales. Me cuentan de un funcionario del Gobierno Federal que no sólo no tiene (y, por lo tanto, no usa) correo electrónico -de redes sociales ya ni hablamos-, sino que se comunica con su equipo anotando recados y comisiones en una papeleta, manda a un mensajero a llevar la papeleta al destinatario, éste espera a que sea leída, para después destruirla de inmediato.

This message will self-destruct in 5, 4, 3… Misión Imposible reloaded, con tintes analógicos. Confieso que cuando escuché la historia, sonreí con arrogante incredulidad. Pero hoy pienso que este funcionario es casi casi un visionario. En épocas en que te espían hasta la marca del champú, tener la precaución de contar con un ejército de mensajeros y un tambache de papeletas puede ser una solución medianamente integral (aunque después tengas que destruir al mensajero, que de eso sabemos mucho en la historia de la Humanidad).

Regreso a escribir a las páginas en nuevas épocas de escándalo exhibicionista. Y me divierte mucho poder hacerlo. Vivimos tiempos en que las novedades de hace un lustro se han normalizado, y hoy ya no nos plantean preguntas propias de la sorpresa, sino que nos obligan a reflexiones surgidas de la integración. No es cosa menor.

Las preocupaciones cuasi globales, por ejemplo, frente a la injerencia medular de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA por sus siglas en inglés) en la vida de públicos y privados -y en los ámbitos públicos y privados-, están produciendo conceptualizaciones importantes en torno al valor de la privacidad, sí, pero sobre todo al de la libertad. La privacidad tiene sentido en una revaloración de la libertad como horizonte último de la socialización viralizada en que nos encontramos. Mucho se hablará de ello en los tiempos que corren. Y mucho se tendrá que trabajar, también, para el reconocimiento de este valor: cuando un importante porcentaje de la población en Estados Unidos, por ejemplo, considera "no temer que la espíen, porque no tiene nada que ocultar", algo se perdió en la configuración esencial de las libertades.

No es ésta, sin embargo, la única exhibición que comienza a "normalizarse". La grabación y publicación de llamadas telefónicas -el caso mexicano más reciente: la del senador Ernesto Cordero y el diputado Fernando Rodríguez Doval, que balconea la crisis interna que vive el PAN- no es ya siquiera escándalo en sí misma. ¿Quién grabó? ¿Por qué? ¿Para quién? El contenido, valorado por su interés público pesa más que la reflexión integral sobre la fragilidad de las interacciones.

Ni modo, diría el clásico, corren tiempos de inmediatez y de guerras -y guerritas- instantáneas. No hay espacio para los matices, y las reflexiones requieren de dinámicas de otras épocas.

Apañados, exhibidos y balconeados (¿SAT, anyone?). Así nos encuentra el arranque del 2014. No es nuevo -recomiendo un buen trabajo sobre 500 años de espionaje masivo y la eliminación del disenso, publicado por Global Research-, pero sí tiene características nuevas: efectividad, alcance, dimensión. Todo en una apariencia de lo efímero (que no se nos olvide: la huella sí queda).

Un colega solía citarnos a conversar sobre temas laborales. Salíamos siempre de la oficina a caminar por los pasillos, en la eterna recreación de la murmuración de palacio. Luego se detenía, tomaba una papeleta, apuntaba algo, nos la ponía frente a los ojos. Sacaba entonces un encendedor, y quemaba la papeleta.

¿Será que estamos en épocas de reactivar a la industria de encendedores y cerillos? No estaría mal: combustión obliga.

De esto, y muchas cosas más, estaremos hablando acá, de domingo en domingo, en estas páginas. Agradezco la invitación para hacerlo.

Comentarios: @warkentin/gabriela.warkentin@gmail.com

(Comunicadora y académica)

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