Siglo Nuevo

‘Así me educaron las monjas’

Entrevista a Elena Poniatowska

‘Así me educaron las monjas’

‘Así me educaron las monjas’

Adela Celorio

En el corazón de San Ángel, frente al somnoliento jardín que rodea la Capilla de Chimalistac (una de las primeras edificaciones del siglo XVI donde, según cuentan algunos cronistas, se bautizó la Malinche), rodeada de casas suntuosas, sencilla y pudorosa la de Elena Poniatowska, cubre su fachada con buganvilias, malvones y lo que se vaya dando, porque ahí no se discrimina.

“Yo soy mi casa”, decía Guadalupe Amor, y a pesar de que con aquella voz cavernosa Guadalupe le advirtiera: “no te compares con tu tía de fuego, no te atrevas a aparecerte junto a mis vientos huracanados, mis tempestades, mis ríos; yo soy el sol, muchachita, apenas te aproximes, te carbonizarán mis rayos”; Elena, como su tía Pita, también es su casa.

Confortable, luminosa, florida y de puertas abiertas. Habitada por los libros que se aprietan en los muros, se agobian. Se acomodan en las sillas, saltan a las mesas, se meten a los baños y se ocultan bajo las hojas de las macetas. Trepan por las escaleras, sestean en las camas, y algunos, desesperados por no encontrar sitio, se suicidan saltando por las ventanas.

Como corresponde a la casa de un «cronopio», en la de Elena Poniatowska los recuerdos andan sueltos y uno debe lidiar a trompicones con ellos. Por aquí la foto de papá Poniatowski en uniforme militar, allá el retrato que Edward Weston hizo de una bellísima Paulette, madre de Elena. Por ahí también, la foto de Paulita -su hija- con un gato que se le parece. Los cuadros de Francisco Toledo, la figura de barro de Blue Demon, el Santo Niño de Atocha, que le regaló Jesusa Palancares (protagonista de su novela Hasta no verte Jesús mío), y los calendarios autografiados de Gloria Trevi, ambientan el espacio.

Montones de fotos, diplomas y medallas, que ha cosechado Elena a lo largo de una vida; obsequios y trofeos de esos con los que uno nunca sabe qué hacer ni dónde poner, se apilan en la tina de un baño. Cuando Elena aparece en la escalera de su casa, me mira con asombro como si fuera la primera vez que me ve. Debe ser porque sólo tenemos cuarenta años de conocernos. Cuando al fin logra separarse emocionalmente de las páginas que está «talachando», Elena es cariñosa, acogedora, transparente y peligrosa como un niño travieso; aún queda mucho de Lilus Kikus en ella.

“Me hubiera gustado ir a la universidad, pero así se dieron las cosas; además, desde niña tengo algo así como compulsión por decirlo todo. Alguna vez que estuve enferma me advirtió mamá: ‘cuando llegue el doctor, no le digas que ayer vino a verte otro porque se puede enojar’. Y en cuanto entraba el viejo médico de la familia yo le soltaba: ‘ayer vino otro doctor, pero era más joven’”, contó alguna vez cuando -hace muchos años- nos daba clases de literatura en un instituto para mujeres que queríamos escribir, pero no sabíamos cómo.

Hoy no vamos a hablar de La Noche de Tlaltelolco ni del dos de octubre, aunque no se olvide; ni de los reconocimientos y doctorados honoris causa que te han entregado aquí y en el extranjero. Hoy vamos a hablar de la vida. Este fin de año te caen los premios como confeti: el “José Emilio Pacheco” de la FIL, la Medalla de Bellas Artes, y ahora el Cervantes que antes que tú, sólo le habían otorgado a las españolas María Zambrano y Ana María Matute, y a la cubana Dulce María Loynaz.

“Pues sí”, dice satisfecha, mostrando sus dientes de conejo. “A ver si no me da un soponcio y mi corazón se va rodando por las escaleras”. Ante la noticia de que le habían otorgado el Cervantes, un nutrido grupo de reporteros se apersonó frente a su casa: todos querían verla, entrevistarla, fotografiarla. Sin espacio ni sillas suficientes, Elena se disculpa: “Esta casa es muy chiquita, no es para un Premio Cervantes”.

Alguna vez le contaste a tu biógrafo Michael K. Schuessler, que al principio de tu carrera algunos intelectuales te consideraban la cocinera, la barrendera, la criada que está limpiando los escusados de la gran casa de la literatura. “Mira a la pobrecita de la Poni, ya se va en su «bochito» a entrevistar al director del rastro”, decía Carlos Fuentes.

Lo que sucede es que al principio hice muchas entrevistas, muchos reportajes. Yo hacía todo lo que me mandaba Fernando Benítez; me dedicaba a escuchar a mis entrevistados y a aplaudirlos; era como la muchacha de la literatura. Es por eso que ellos no me consideraban una autora. No sé por qué Fernando Benítez (entonces director de México en la cultura) nunca me dijo “vete a entrevistar a Diego Rivera -bueno, Diego murió muy pronto-, o a David Alfaro Siqueiros”, a un big shot. Ahora que soy vieja, me digo: ¿por qué si tanto decía Fernando que creía en mí, nunca me dijo “Angelito, Angelito, ¿porqué no escribes lo tuyo? ¿Por qué no escribes un cuento o algo?”. Tal parece que sólo se trataba de utilizar al otro hasta las raíces”.

Pero las entrevistas se te dieron muy bien, aunque alguna vez Irma Serrano se te adelantó diciendo: “Yo sé lo que me preguntaría a mí misma, pero no le voy a hacer el favor de dictarle sus preguntas; las mías serían más agudas, rebotarían mejor. Yo me considero una mujer sumamente bonita, preciosa”. Y ahora, ¿cómo te tratan los intelectuales, Elena?

Bueno, cuando uno tiene el pelo blanco y ya está medio «cacheteada», todo el mundo te tiene respeto, te ayudan, te tratan mejor.

¿Cambiarias aquellos años duros como periodista?

No, de ninguna manera, el periodismo me ayudó muchísimo porque es una gran lección de humildad. Siempre estás consiguiendo una dirección, que te den la entrevista, haciendo antesala, esperando a que te reciban. Te hacen el favor, te limitan: “Sólo la puedo atender media hora”; así que no te puedes creer nada. “¿Se considera usted inteligente?”, preguntaste al por entonces joven torero “El Cordobés”. “Bueno, regular, solo pa’ defenderme”. “¿Defenderse de qué?”, “Pa’ defenderme de los periodistas”, capoteó.

Pero eras machetera, no lograban intimidarte, ni siquiera Guillermo Haro cuando te ordenó: “No tengo mucho tiempo que darle. Siéntese”, y señaló la silla eléctrica mientras te informaba en tono de regaño: “Los periodistas suelen serlo porque no lograron hacer ninguna otra carrera. Los tronaron en ciencias, ingeniería, filosofía, en todo hasta que fueron a dar al periodismo. ¡Puros destripados! Apuesto a que no trae ni papel ni lápiz”. Y no, no lo llevabas. “Présteme su pluma”, pediste, pero duro como una piedra de luna, Guillermo te dijo “no”. “Entonces, ¿qué hago?”. “¡Váyase!”

Pero insistí, me fui a entrevistarlo a Tonantzintla. “¿Y usted quién es?”, me preguntó. “¿Quién?, ¿yo?”. “Sí, usted, ni modo que quién”. ¡Se me abrió el cielo cuando al fin sonrió y comenzó a platicar con mucha pasión del Instituto de Astronomía de la UNAM y de Tonantzintla.

Hace algunos años, viajé a Oviedo para entrevistar a Corín Tellado, quien, con sus ochenta años avanzados, me confesó con nostalgia: “siento que la vida es un tren que se pasó mientras yo tecleaba la máquina de escribir. Desde que te conozco te veo trabajar como obsesa”. ¿No sientes eso mismo alguna vez?

Mi cuerpo ya no sabe hacer otra cosa, no sabe ir a otro lugar. En cualquier momento camina solo hacia mi vieja computadora, es como una segunda naturaleza.

Casi todos los días de esta semana apareciste en diferentes eventos; te llevan, te traen, te otorgan honoris causa, te cuelgan medallas, te abanderan, y sin embargo, eres muy productiva. Entrevistaste a todo México, has escrito algunas decenas de libros. ¿A qué horas escribes?

Por la mañana, por la tarde, por la noche, a cualquier hora. Eso es lo que hago y lo que me gusta hacer. Sólo cuando voy a Mérida a ver a Paulita, me dedico a ser abuela, a disfrutar a mis nietos, a mi hija. Sólo cuando estoy allá no escribo.

¿Con tantos premios y reconocimientos te has hecho rica?

Muchos de los premios y doctorados son simbólicos. Yo en realidad vivo con lo que me da la beca de Creadores Eméritos. Con eso es suficiente, porque no tengo muchos gastos.

Hablemos de amor, Elena. Alguna vez contaste que Alberto Beltrán te enseñó a ver el México que no conocías: el Zócalo, la Alameda, los merolicos, los mercados, los tacos de las esquinas. Domingo 7 es un testimonio de aquella amistad. Los dos eran jóvenes, ¿no hubo romance?

Sí, claro. Yo lo quise mucho, pero él tenía grandes prejuicios contra mi familia. “Ahí viene Beltrán, con su mirada de desaprobación”, decían en mi casa cuando lo veían llegar por mí. Yo sí fui a la suya y conviví con su familia, pero él nunca quiso entrar en mi casa ni conocer a mis papás. “¿Cómo te vas a casar con ese hombre que ni siquiera hace juego con nuestros muebles?”, decía mi tía Carito.

¿Déficit o superávit en el amor?

Que Guillermo Haro se fijara en mí me dio mucha seguridad. “Si un hombre así me ama, debo valer algo”, pensé. Todavía siento calorcito en la panza cuando lo recuerdo. Con el amor de Guillermo fue suficiente para que haya superávit. Ahora a mis hijos les encantaría que yo tuviera una pareja y la verdad a mí también.

¿Entonces…?

Tendría que ser un hombre muy mayor, si yo tengo ochenta y uno...

No necesariamente: Édith Piaf, Marguerite Duras, Madonna, han tenido parejas muy jóvenes. ¿Por qué no?

(Elena no responde, se queda pensando).

Y el sexo, ¿déficit o superávit?

Yo he tenido muchas limitaciones, pudores, vergüenza. Uno como mujer no puede tomar ninguna iniciativa. Así me educaron las monjas, y eso es algo que se queda para siempre. Se grava en el cuerpo y no puede cambiarse.

Has tenido la oportunidad de conocer a hombres extraordinarios como Octavio Paz, Carlos Fuentes, y al mismo Guillermo Haro; pero imagino que también te habrás tropezado con algunos cretinos.

He vivido lo suficiente para conocer de todo, pero de los cretinos no vale la pena ocuparnos.

No quiero que nos ensuciemos la lengua hablando de política, pero es inevitable que te pregunte: en Amanecer en el Zócalo, página 190, escribes: “Las lujosas camionetas de los dirigentes del PRD llegan un poco antes, y sus dueños esperan en torno a la tienda de campaña del ‘Peje’. Son igualitas a las de todos los políticos: camionetas blindadas con choferes, supongo también blindados. ¡Cómo desconfío de los políticos, caray, de izquierda, de derecha, de centro!”. Pero luego añades: “Por una razón muy profunda, a AMLO lo considero aparte. Si no, no estaría aquí”. ¿Por qué lo consideras aparte?

Porque a Andrés Manuel le gusta la gente, entre la gente está en su elemento, ahí es donde él se siente bien. Lo quieren, los quiere....

Pero en ese mismo libro tu escribes: “Los que hacemos el plantón, los que lo mantienen vivo, son los que están allá afuera: la señora «quesadillera», la «tamalera», el que trae los botellones de agua, el que se presenta con las grandes ollas de guisado, el que por todo vehículo tiene una bici, doña Luchita, Doña Ceferina. En cambio los políticos llegan a las siete de la noche en su coche blindado, con chofer y en seguida se van. La reunión se alarga indefinidamente. ¿Qué se concretó? No tengo la menor idea y me temo que los demás tampoco. Me pregunto: bueno, ¿y en que trabajan los políticos?, ¿trabajan en esto? Para mi trabajar es barrer, cargar, escribir, enseñar, coser, pintar; pero supongo que ellos preparan al país para el futuro y tienen en la mano la clave de su bienestar”. ¿De verdad lo crees?

(Elena lo piensa y prefiere callar).

¿Por qué después de las experiencias tan desagradables, como aquella que cuentas de que el teléfono sonaba a media noche y una voz masculina te hablaba: “Escritora, a ver si viene a ponerme una dedicatoria en mi verga, vieja pendeja”, volviste a comprometerte hasta el cuello en la última campaña de Andrés Manuel?

Bueno, porque México necesita una oposición fuerte, porque Andrés Manuel quiere otro México, porque no sé decir que no...

¿Crees que Andrés Manuel sería un buen presidente?

No.

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