Con sobrada razón, la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, ha causado alarma a lo largo y ancho de la República Mexicana. La estupefacción ha traspasado las fronteras. Un mes ha transcurrido desde que estos mexicanos desaparecieron y las autoridades no tienen rastro de su paradero. Esta situación, además de representar una tragedia en sí misma, pone en evidencia una debilidad institucional y aporta claros indicios de que México transita hacia un Estado fallido. Ante esta situación, miles de personas se han solidarizado con la angustia que viven los familiares de los jóvenes y han marchado para elevar la voz en protesta por este grave acontecimiento. Sin embargo, el de Ayotzinapa no es el primer caso de este tipo que se registra en el país. Y debemos recordarlo.
Una de las heridas más dolorosas que han dejado el incremento de la violencia del hampa organizada y la fractura del Estado es la desaparición de miles de personas. La incapacidad gubernamental para brindar seguridad a los ciudadanos ha convertido a amplios territorios de la nación en una especie de laberinto del minotauro. Un laberinto en el que parece no haber salida ni consuelo. Un laberinto de miedo e incertidumbre. Un laberinto en el que muchas veces las autoridades se hacen cómplices de ese terrible minotauro, monstruo insaciable, alimentado por la negligencia y la omisión de quienes tienen la tarea de velar por el estado de derecho y la justicia.
Aquí mismo, en Coahuila, miles de familias se encuentran inmersas en una lucha por encontrar a sus seres queridos. Pero ni siquiera la estadística es exacta. Se habla de más de 1,600 desaparecidos en la entidad, pero no se tiene la certeza de cuántos son en realidad. Y en medio del desastre, varias de esas familias se han organizado para exigir a la autoridad que encuentre a sus integrantes. Familias mutiladas por la angustia de no saber hacia dónde ir o a quién acudir para que les resuelvan sus preguntas. Esas personas de las que hoy nadie tiene rastro, una vez salieron de sus casas y ya no volvieron. Hoy las autoridades buscan y abren fosas clandestinas para encontrarlas. De este tamaño es la tragedia.
La visualización del caso de los estudiantes de Ayotzinapa y la solidaridad mostrada con las familias, aviva la esperanza para las madres coahuilenses que desde hace años buscan a sus hijos. En una nota de la periodista Guadalupe Miranda publicada el sábado pasado por El Siglo de Torreón, María Elena Salazar, integrante de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos de Coahuila (Fuundec), dice: "para nosotros es una luz de esperanza al dar tanta relevancia a esto (en el que) que nosotras estamos metidas desde hace años (…) esto nos va a ayudar para que más gente, en dado momento, voltee a vernos".
María es una de tantas mujeres que ha tenido que lidiar con la indiferencia social, la burocracia y hasta la indolencia gubernamental en su búsqueda para encontrar a sus hijos. Incluso, en no pocos casos, han tenido que sufrir la criminalización de sus seres queridos. Porque es una práctica común, y nunca castigada, el hecho de que un funcionario minimice los casos de desaparecidos bajo el terrible argumento de que "tal vez en algo malo andaba metido y por eso ya no volvió". Más de 25 mil historias sin resolver en el país, según las cifras oficiales. Más de 25 mil interrogantes. Más de 25 mil llantos, rezos y esperanzas rotas.
En medio de todo el dolor, el caso de Ayotzinapa abre una ventana. Una ventana a través de la cual mirar el sufrimiento de compatriotas; su lucha diaria por responder preguntas que rara vez hacen eco; su miedo de pensar que quizá ya nunca vuelvan a saber de sus seres queridos. Lejos del discurso oficial que defiende el sofisma de que la inseguridad en el país está disminuyendo, Ayotzinapa es un duro golpe que enseña que la herida abierta por la delincuencia organizada y la ineptitud gubernamental no sólo no ha cicatrizado, sino que sigue haciéndose más grande. Duele Ayotzinapa como duelen los miles de casos que se han venido acumulando desde el sexenio pasado. ¿Cuántos responsables han sido llevados ante la justicia? ¿Cuántos funcionarios han caído? ¿Qué se está haciendo para frenar esta marea?
Las primeras investigaciones de la Procuraduría General de la República apuntan a que el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda, tienen responsabilidad en el asesinato de seis personas y la desaparición de los 43 normalistas durante la noche triste del 26 de septiembre pasado. Hoy están prófugos. En Coahuila, según las autoridades estatales, se investiga a un número no preciso de exfuncionarios por su probable responsabilidad en la matanza de Allende, en donde unas 300 personas habrían sido asesinadas. Pero como en el caso de Guerrero, aquí también hay más preguntas que respuestas. ¿Dónde están quienes eran encargados de la seguridad y la procuración de justicia cuando un grupo del crimen organizado secuestraba, desaparecía y mataba a cientos de coahuilenses? ¿Dónde están los resultados de las pruebas practicadas a los 500 restos encontrados a principios de este año? ¿Quiénes permitieron que esto sucediera? ¿Cuál es el avance real en las investigaciones?
La atención internacional que ha acaparado el caso de Guerrero puede ayudar a visualizar los miles de expedientes que aún están pendientes en Coahuila y otras entidades. Pero también puede servir para opacarlos. Ojalá que sea lo primero. Para ello, una vez más, la sociedad civil tendrá la última palabra.
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