Trunco, roto por fuera, fracasaron quebrándolo por dentro. Se fue dueño de sí y de su voluntad. Discapacitado, menguada el habla, pero no el intelecto, brillante y mordaz. Confinado a una silla de ruedas nada ni nadie, ni siquiera las balas, pudieron arrebatarle el entusiasmo, menos el ímpetu. Así murió hace algunos días a los 73 años, Jim Brady.
Con él se va mucho de una época, los ochenta, y de la era Reagan, excesiva. Aquellos años, cuando Dallas y Dinastía pasaban por televisión y Estados Unidos todo, se detenía y dejaba de respirar para verlas. Fueron los tiempos del Sida que acrecentó la psicosis mundial y el extravío de la compasión hacia el prójimo, pero también de la bonanza capitalista, de la Guerra Fría y el estallido nuclear en Chernóbil.
En el cine, triunfaba Wall Street de Oliver Stone y su magistral Gordon Gekko interpretado por Michael Douglas, como la antítesis del valor y lo decadente de la raza humana y su avaricia. De esos tiempos tumultuosos y convulsos cuando una mujer alcanza el cénit del poder en Gran Bretaña, de aquel período era James Brady.
Jim Brady. Quizá no te suene, a algunos no les dirá gran cosa el nombre. Sí, fue secretario de Prensa en la Casa Blanca hace más de treinta años, pero cobró fama y notoriedad cuando un desequilibrado que quería impresionar a la actriz Jodie Foster, le disparó al Presidente Ronald Reagan a la salida de un hotel en Washington. En consecuencia, la ráfaga de balas también alcanzó a Jim Brady, herido de gravedad y discapacitado a partir de ello, y a otras tres personas que acompañaban al mandatario.
Jim Brady y su esposa Sarah, después del atentado, se convirtieron en grandes defensores y activistas del control de armas, y dedicaron muchos años de sus vidas a presionar por la aprobación de un proyecto de ley que llevaba su nombre -el "Brady Bill"- en el cual se planteó la ampliación de verificación de antecedentes, antes de que un posible comprador pudiese adquirir un arma de fuego.
Dicho proyecto aprobado en 1993 durante la administración de Bill Clinton y pese a la negativa del Partido Republicano al cual el propio Brady pertenecía, impone un período de espera de cinco días y una investigación pertinente, antes de que un arma pueda ser entregada al comprador.
Los esfuerzos de Sarah y Jim, titánicos y a todas luces admirables, sí acentuaron la atención en el problema y marcaron una pequeña diferencia en un país, Estados Unidos, que a partir de su Segunda Enmienda constitucional y los intereses y poderío del lobby armamentista, hacen más sencillo para el común de los mortales adquirir un arma, que comprar una cerveza siendo menor de edad.
Jim Brady, a riesgo de su propia vida, literalmente tomó una bala por su presidente y puso énfasis en el tráfico de armas y los peligros que representan no sólo en lo doméstico, sino de cara al futuro y a la estabilidad global. La lucha de Brady, que debiese ser la de muchos, expone una problemática que hace treinta años y también ahora, en el presente, contribuye y exacerba la volatilidad regional, continental y el orden mundial.
Y si no lo creen o consideran hiperbólico, que nos pregunten acá en México qué opinamos y qué nos parece el negociazo de la venta de armas, la facilidad con la que se puede adquirir una, y el que los estadounidenses nos las envíen a raudales como si fueran caramelos, para empoderar a los malosos.
¿Y qué tal las consecuencias de ello?
Nos leemos en Twitter, sin lugar a dudas: @patoloquasto