No es precisamente el Cid Campeador, pero el dirigente de los trabajadores agrícolas parece hoy tan vigente como hace casi medio siglo que estalló la huelga en los plantíos de uva californianos.
Tuve la oportunidad de ver un preestreno de la película dirigida por Diego Luna, y por lo tanto un poco más de tiempo para reflexionar acerca de la figura histórica de Chávez, de su impacto de corto, mediano y largo plazo, y de su relevancia o no en el debate que hoy se intenta en torno a una cada vez más improbable reforma migratoria en Estados Unidos.
No soy crítico de cine, pero debo reconocer que la película me gustó, me emocionó, me hizo recordar que hubo, en un tiempo no tan lejano, causas que verdaderamente movilizaban a la gente, que hacían que individuos se levantaran a marchar, organizarse, movilizarse, unirse para lograr un cambio. Tiempos en los que las cadenas humanas y los boicots tenían un verdadero impacto, a pesar de todas las limitaciones que enfrentaban sus organizadores y participantes. Cuando las redes no eran sociales, sino humanas, y cuando no bastaba con un "follow" o un "like" para sentirse comprometido con una causa.
El movimiento de los trabajadores agrícolas en California se dio en plena década del activismo político y social estadounidense. Por todos lados brotaban como hongos las manifestaciones, los grupos que promovían y defendían causas tan nobles como poco conocidas. Los derechos de las minorías raciales, la Guerra de Vietnam, la igualdad de género, la libertad de prensa, la rebelión social marcaron a ese período de 1965 en adelante, que culminó con la renuncia de Nixon. No sólo eran las revelaciones de Watergate, sino también la filtración de los célebres documentos del Pentágono, la represión violenta contra los estudiantes de la universidad de Kent, los disturbios en Chicago durante la convención del Partido Demócrata, los movimientos del Poder Negro y el surgimiento de células de terrorismo urbano que iban de lo serio (los Black Panthers) a lo absurdo (el Ejercito Simbionés de Liberación).
Chávez y todos los que formaron parte de su admirable esfuerzo de organización y difusión tuvieron el enorme mérito de darle visibilidad a un grupo social que estaba en la sombra de las sombras. Los trabajadores agrícolas eran invisibles para todos, no sólo por ser mayoritariamente mexicanos, muchos de ellos indocumentados, sino por realizar un trabajo muy alejado de la vida cotidiana de los votantes, de los contribuyentes, de las amas de casa. Eran las manos invisibles que llevaban frutas y legumbres a las mesas de todos los demás estadounidenses, sin voz ni voto ni derechos laborales ni humanos.
Cuando vi la película de Chávez no pude dejar de pensar que todos los logros y avances alcanzados se quedaron cortos ante la triste realidad de una oferta de mano de obra que sigue sobrepasando a la demanda, y es por lo tanto sujeta a malos tratos y abusos que, si no son iguales a los de 1960, siguen siendo denigrantes y oprobiosos para muchos. Lo más paradójico del asunto es que con todo lo mal que se la pasan los mexicanos que viven y trabajan en Estados Unidos, están mucho peor en México. Todas las condiciones de vida y de trabajo que describe tan gráficamente el filme aplican, en una u otra forma, a 52 millones de mexicanos hoy en día. Y mientras aplaudimos y nos emocionamos ante el heroísmo de Cesar Chávez, ignoramos y condonamos todo lo que en nuestro país sigue pasando.
Así que, sin ánimo de ser aguafiestas, me quedo con la idea de que lo que México necesita no es a uno, sino a muchos miles como él. Y de paso, si no es mucho pedir, a una sociedad que tenga una pizca del interés y la disposición por el cambio que tuvieron muchos sesenteros, aquí y allá.
Twitter: @gabrielguerrac