El inicio del Siglo XXI marca a la sociedad mexicana con severos síntomas de descomposición social reflejada en los niveles de violencia alcanzada, también social, sólo comparables con los períodos de inflexión histórica, quizá el más reciente hace una centuria cuando se desborda el proceso revolucionario, violencia que se expresa en el prolongado proceso de tensión y fractura, en su magnitud territorial y en la pérdida de vidas humanas de vidas humanas.
Sin embargo, habrá de distinguirse entre ambos procesos las causas estructurales y los tipos de violencia que ocurren: por un lado, la revolución de 1910-1920 se origina en la desigualdad social generada por el modelo de crecimiento económico que posibilitó la concentración de la riqueza en una minoritaria fracción de la población identificada por los grandes terratenientes y capitalistas, en gran parte vinculados al capital extranjero, complementado con un régimen político autoritario y dictatorial que resolvía con métodos represivos toda forma de inconformidad de los mexicanos excluidos de ese crecimiento económico.
Al inicio de ese movimiento revolucionario el país tenía 15 millones de habitantes, una gran parte de ellos analfabetas de los cuales cuatro quintas partes eran población rural sujeta al régimen hacendario; la desigualdad social evidenciaba un tejido social basado en relaciones primarias donde la familia y la congregación religiosa, la hacienda y la comunidad en el ámbito rural, o la fábrica en las nacientes ciudades, denotaba diferencias no sólo económicas sino también culturales y raciales y de género que hacían distinciones entre castas y estamentos.
Uno de los cambios importantes que provocó dicho movimiento ocurre en la ampliación de las libertades que posibilitan reconstruir el capital social, donde si bien continúa la familia patriarcal que limita la equidad de género y la iglesia que escasamente abre el cautiverio ideológico de la población, cambian las demás bases del tejido social descrito, gradualmente se suprime la hacienda y se fortalece la comunidad (el ejido) en el espacio rural, se amplía la fábrica ahora en torno a la organización sindical y la colonia o barrio urbano, pero también destaca el cambio en la escuela, aquella estructura prácticamente ausente durante el porfiriato y principal fuente de emancipación social en la naciente sociedad mexicana posrevolucionaria.
La movilidad económica, social y cultural derivada de los cambios revolucionarios crearon condiciones de ejercicio de ciudadanía entre la población mexicana, misma que se acentúa en la tercera década del siglo pasado y que dio origen al surgimiento de importantes organizaciones sociales entre los obreros, campesinos y la emergente clase media. Fue el cardenismo un facilitador de esta reconstrucción del tejido social, pero también político, que le otorga al Estado Mexicano bases sociales de apoyo, las cuales, lamentablemente, posteriormente fueron corporativizadas, entre otras razones, para contrarrestar la presión que ejercieron los afectados de las políticas reformistas, pero también para asegurar su control político.
Esta corporativización de los organismos sociales en torno al partido de Estado, posibilitó impulsar un significativo crecimiento económico bajo la rectoría de este último, se crearon nuevas instituciones para promover ese crecimiento y para satisfacer la demanda social en ámbitos como la educación, salud y otras que marcaban los cambios que ocurren a mediados de esa centuria.
Pero también se limitó el ejercicio de ciudadanía al coartar toda expresión disidente de las nuevas élites económicas y políticas del país, y es la ausencia de ella lo que también restringe el desarrollo cultural de la población mexicana; entonces, la formación del tejido social sucede cautivo a las estructuras corporativasy dependiente de las políticas gubernamentales, aparece un capital social carente del ejercicio ciudadano.
La fractura social que se gesta durante el porfiriato genera la tensión social que abrió y amplió espacios de participación ciudadana, encontró su cauce en la reconstrucción del nuevo Estado y en la reorganización de la sociedad mexicana, ocurre en la magnitud propia del territorio nacional y se orienta por las demandas de los actores del proceso revolucionario que se convierten en un nuevo marco jurídico, políticas públicas y una nueva cultura, cosa que no sucede con la fractura y tensión que se presenta a inicios de este siglo.