En la colaboración anterior mencionamos que, como resultado del proceso revolucionario de inicios del Siglo XX, se reconstruyó el capital social en México asociado a un incipiente ejercicio de ciudadanía, suprimiendo algunas de las estructuras que conforman el tejido social como la hacienda o plantación agrícola, cambio otras como la familia, la iglesia, la fábrica y el barrio o colonia, y fortaleció la comunidad rural, los sindicatos y las asociaciones de clase media (comerciantes, profesionistas, pequeños y medianos empresarios), pero que, lamentablemente, después se les corporativizó al aparato del Estado Mexicano, sometiendo gran parte del nuevo capital social a este y limitando el ejercicio ciudadano de la población.
Sin embargo, este modelo de sociedad presenta cambios producto de las crisis económicas que sufre el país, en tanto crisis recurrentes del sistema capitalista, que se manifiestan a fines del siglo pasado (destacan las de 1982 y 1995), aunado al fracaso de las élites políticas mexicanas en la administración del patrimonio nacional a través de las empresas y bancos estatales, en gran parte por la corrupción inherente al mismo sistema económico y político (sobre todo desde el gobierno de Miguel Alemán), fracaso que se vuelve confeso con el surgimiento del neoliberalismo como ideología y práctica gubernamental que renuncia a la rectoría económica del desarrollo nacional al privatizar las grandes empresas estatales y abrir el comercio externo.
Una de las expresiones más claras de estos cambios se reflejan en la concentración de la riqueza y en la acentuación de las desigualdades sociales donde, por un lado, se integran grandes corporaciones en diferentes ramas de producción de bienes y servicios de la industria, comunicaciones, agricultura, financieras, ahora más competitivas, algunas de capital nacional exitosas que incluso lograron transnacionalizar sus inversiones y actividades, pero otras subordinadas al capital extranjero, concentrando en ellas gran parte de las decisiones económicas e incidiendo en las políticas públicas ante un Estado mexicano debilitado para regularlas.
Por el otro lado, la población mexicana que sigue creciendo, pero a la vez multiplica el ejército de pobres hasta alcanzar la mitad de los habitantes del país, limitados en opciones de empleo y desarrollo personal que engrosan la economía informal y aportan grandes contingentes al desempleo y subempleo, o a la delincuencia común y el crimen organizado, sobre todo de jóvenes; tal parece que el neoliberalismo acentúo la desarticulación del tejido social provocada por las crisis económicas y las inoperantes políticas de desarrollo económico y social que diluían los recursos públicos en las tramas corporativas y en los bolsillos de las elites políticas.
Pero este desgarramiento del tejido social que ocurre desde la célula básica de la familia, o que la escuela y la iglesia tampoco pudieron contrarrestar, también laxó o debilitó otras formasde capital social adheridas a lasestructuras corporativas, como el ejido, los sindicatos, los sectores populares o acomodados, desde los barrios hasta las agrupaciones de clase media y alta, ocurriendo una fractura en la sociedad mexicana que expresa un grado de descomposición social, e incluso política, que ya marca no sólo la desigualdad social, diríase, entre pobres y ricos, sino también aquella que ocurre entre los ciudadanos y las élites gobernantes, como lo parodió recientemente una periodista al hablar de la independización del Congreso de la Unión de la población mexicana que eligió a sus integrantes.
Ante la fractura social, la respuesta gubernamental se ha centrado en esquemas asistenciales de administración de la pobreza con la retórica de que la resolverá, siendo frecuentes los casos donde el uso de recursos públicos se convierte en un manejo clientelar de los pauperizados beneficiarios, que complementa el control corporativo que se va perdiendo, también sujeto a períodos cíclicos en torno a los procesos electorales. Ciertamente, el neoliberalismo exige a las empresas y corporaciones privadas ser más competitivas ante la globalización económica, pero ofrece escasas opciones sociales, entre las que, incluso, deberían involucrarse más las llamadas empresas socialmente responsables, o quizá, redireccionar los recursos que destinan para este fin en acciones de mayor impacto social.
Tal parece que el neoliberlismo, como ideología y práctica económica, está dejando saldos sociales con derivaciones que se han tornado violentas y están marcando el inicio del presente Siglo XXI: la pobreza y el mal gobierno favorece la desarticulación del tejido social y hace vulnerables las diferentes formas de capital social (familia, escuela, comunidad, barrio, iglesia y otras formas de asociación o cohesión social), donde no sólo se han multiplicado las distintas expresiones de lumpenaje, sino también su empoderamiento al encarnarse en diferentes escalas del tejido social y del mismo aparato del Estado mexicano, denotando ocasiones en que se pierda la línea divisoria entre las estructuras criminales y aquellas responsables de enfrentarlas.
En este contexto, el ciudadano común adquiere indefensión puesto que pierde o se debilitan los recursos que tenía para construir capital social, sobre todo formal, y a la vez se acrecienta el informal, se le dificulta más conseguir un empleo estable y bien remunerado que asegure un ingreso fijo para la manutención de su familia, que le permita mantener la cohesión social entre sus integrantes basado en condiciones de alimentación, salud, educación, vivienda y recreación por encima de la línea de pobreza, que los niños y jóvenes que forman parte de ella tengan expectativas de formación y desarrollo personal y/o profesional, para que no volteen hacia un entorno desarticulado que les rodea, o más seriamente, violentado.
Como consecuencia de esta situación, en varias regiones o ciudades ocurren expresiones de formación de capital social autónomas o independientes de las estructuras corporativo-clientelares convencionales, algunas, incluso, ante el hartazgo de esa indefensión responden con violencia ante la violencia que sufren, evidenciando no sólo el vacío estatal porque sus organismos han sido incapaces de protegerlos, sino también la inoperancia del enfoque de enfrentar la violencia criminal con la violencia del Estado, ya que éste debe ser complementario de otro que priorice vulnerar sus bases sociales mediante la creación de infraestructura y equipamientos físicos asociados a lo que llaman una ingeniería o arquitectura social.
Esta reconstrucción del tejido social a través de la rearticulación y cohesión de las diversas formas de capital social, requiere también un ejercicio de ciudadanía, reconocer las expresiones genuinas que surgen en el seno de la sociedad no vinculadas a las estructuras corporativo-clientelares; la formación de capital social exige una transformación en la que es no sólo necesario sino indispensable, ser incluyentes, entender que el tránsito de esta etapa en que se encuentra atrapada una gran parte de la sociedad mexicana requiere una acción colectiva de los ciudadanos para superarla, ejercer la gobernabilidad democrática con base en la gobernanza.