Carta a una sombra
La historia de Héctor Abad Faciolince tiene todo lo que una novela salvo por el pequeño detalle de que no ofrece el consuelo de las ficciones. Sus entrañables personajes mueren y sus sombras, transformadas en palabras, vuelven a la luz de la mano de quien vivió para recordar.
Recordar conlleva un precio y pocas veces una vida es suficiente para costearlo, siempre queda algo pendiente. La deuda se acumula, salta de generación en generación y luego un día cualquiera de un siglo particular, digamos el XIX, a alguien se le ocurre decir que ese acto repetido desde que el hombre sabe lo que es pintar las paredes de una cueva constituye una ciencia llamada Historia.
Roger Chartier dice de una forma francesa, es decir, elegante, que las novelas han conseguido, mejor que los libros de historia, representar el pasado de un modo asequible, verificable, valiéndose de los “efectos de realidad”, documentos, testimonios y demás evidencias de los hechos, con su trasfondo y las consecuencias respectivas.
El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince, plantea preguntas que bien valdría la pena responder si las dudas no fueran tantas y las certezas pocas y hermosamente terribles.
La obra de Faciolince es una selección de memorias que le hace a uno pensar en un libro de historia, porque ahí está el personaje, en su país desequilibrado por la nunca sensible y siempre implacable injusticia; el personaje y su familia o lo que es lo mismo, aquellos a quienes se ama y que por una u otra razón, el destino en su aberrante y griega concepción, nos van dejando sumidos en esa angustia que es el tiempo despojado de rumbo futuro; con el presente convertido en añoranza definitiva, con las manos ocupadas en reproducir los golpes que sacudieron el entendimiento y molieron el corazón, vida y literatura se confunden.
En polvo, en sombra, en nada
Uno de los grandes alivios de la literatura consiste en saber que, al final de la lectura, luego de las desgracias y los lamentos e incluso luego de la penosa muerte de aquel personaje entrañable o maravilloso, el lector puede volver a la orilla segura, a la tierra firme en la que aquel y otros fallecimientos jamás han ocurrido, al optimismo protector de saberse a salvo de tales situaciones de dolor asfixiante, desmesurada impotencia, duelo intransigente, porque una cosa es leer ficciones y otra muy distinta, vivirlas.
Héctor Abad Faciolince nos niega tal consuelo. El suyo es un sufrimiento con actas de nacimiento y defunción debidamente asentadas en algún registro público de Colombia. Que le haya tocado a él, a su padre, a su familia, es lo de menos, incluso dice que No tendría sentido arrepentirse de algo que dependió tan poco de la voluntad y tanto de las circunstancias de haber nacido en este momento de la historia, en este rincón de la tierra, en ese entorno familiar.
Los hechos relatados en El olvido que seremos han ocurrido en otras partes, en el mismo siglo XX. El terror no cambia mucho de un lugar a otro. Suele moldear los mismos gestos, portar las mismas armas, liberar los mismos rayos, llena las mismas fosas con aquellos que menos lo merecen. El dolor tampoco varía sus maneras, porque si bien nada de lo que se dice de la muerte se parece a la presencia de la muerte, todo lo que se dice del dolor tiene algo de cierto.
Amor constante más allá de la muerte
La obra de Faciolince es, paradójicamente, el resultado de la tortuosa relación entre Héctor y el recuerdo de su amado padre, arrebatado, como siempre, antes de tiempo. Es un relato porque el escritor-historiador pone la sustancia de sus recuerdos en el molde de una novela y así, van saliendo de un horno crematorio capítulos y capítulos de ceniza que se niega a renunciar a su condición humana.
El autor colombiano conduce al lector por el sendero escarpado de sus ganas de llorar, porque si bien el universo y la estupidez son infinitos, el llanto suele ser incalculable.
Los papelitos con palabras hallados en uno de los bolsillos del padre asesinado son otra de las claves de la historia. Una hojita tiene los nombres, incluido el suyo, de aquellos que van a morir. El otro es un poema de Borges, resulta imposible negarle esa certeza a Héctor Abad Faciolince. Ese poema conduce y da forma a los recuerdos del hijo, también le da una dimensión ambivalente a la prosa del escritor, ligera y cálida desde su centro amoroso, fría y pesada porque así suelen ser las cargas que nos depositamos los unos a los otros.
Pero tampoco se trata de condenar la vida, el hombre es un atormentado natural porque está condenado de antemano, su única oportunidad para librarse del infortunio consiste en aprender a afirmar su existencia; una forma efectiva de hacerlo es escribir, porque Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer más perdurable lo que es irremediablemente finito.
Un lago era un océano
En el haber de Faciolince se encuentran otras obras de buena traza, títulos como Basura o Traiciones de la memoria. En cierto sentido todo es una alusión a esta vida desechable, a esas memorias que se van deshaciendo hasta convertirse en el polvo que seremos. La palabra, así nos lo explica el colombiano, es un método efectivo para aplazar lo inevitable, el olvido.
Mucho se habla sobre la desmemoria y las consecuencias de olvidar. Tzvetan Todorov nos dice que los sucesos históricos luego son sometidos a alguno de los siguientes procesos: sacralización o banalización. Sacralizar consiste en divinizar el hecho hasta que se convierte en un ídolo intocable, de manera que cualquier intento por desvirtuarlo (y aquí se incluyen términos como investigar, analizar, profundizar) es visto como una blasfemia, un ultraje y un ataque directo contra la memoria. Banalizar consiste en equiparar a un hecho o personaje histórico con otro de manera que los dos quedan despojados de sus características particulares.
El olvido que seremos ofrece claves acerca de cómo evitar esos procesos, calificados por Todorov como abusos de la memoria. No se trata de condenar a un grupo paramilitar, a un gobierno, a una sociedad; todos tienen su parte de culpa, incluso la víctima que desoye las advertencias y con sus actos va tomando el camino del cadalso.
El sendero que conduce a la horca o a la ejecución en plena calle puede iniciar de formas tan irónicas como llevar una vida solidaria: Mi papá […], no había leído nunca a Marx y confundía a Hegel con Engels. Por saber bien de qué lo estaban acusando, resolvió leerlos, y no todo le pareció descabellado.
La ternura no basta
El injusto mundo lo construimos entre todos, celebrando el penalti que no era y que subió al marcador, quedándonos con el cambio de más, votando por un sistema en el que no creemos, aceptando la caridad del crimen, el mundo es un buen lugar para vivir siempre que estemos dispuestos a envilecernos. La mayor injusticia sería convertirnos en algo distinto al polvo.
Sin embargo, existen individuos que merecen convertirse en palabras. Ese es el propósito del colombiano, darle un segundo cuerpo a Héctor Abad Gómez, su padre, un hombre convencido de que los hombres son merecedores de la indulgencia y la solidaridad antes que de latigazos y balazos. ¿Que estaba equivocado? En parte. No todas las personas son conscientes de su humana inteligencia, es más fácil medir la fuerza y armarse para compensar a lo bruto cualquier debilidad natural.
La injusticia adquiere formas más y menos complicadas; la tragedia de un escritor puede ser simple de exponer: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este libro no es otra cosa que la carta a una sombra.
Así dan ganas de estar con el poeta que escribió Pienso con esperanza en aquel hombre / que no sabrá que fui sobre la tierra, luego, bastará con apagar el dolor y dormir.
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