Los diputados federales son, según la Constitución, los principales representantes de la ciudadanía en la máxima tribuna de la República. Los senadores, por su parte, son -también según la carta magna- los representantes de las entidades federativas en el Congreso de la Unión. En teoría, la soberanía popular nacional se manifiesta en el Poder Legislativo federal a través del principio de representación, con los fines de construir el andamiaje legal que requiere el Estado para funcionar y de vigilar el desempeño del Poder Ejecutivo. Pero con todo y esto, los legisladores federales son los servidores públicos en los que menos confían los ciudadanos, según el Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México 2014, elaborado por el Instituto Nacional Electoral.
Desde la década pasada, una buena parte de las críticas lanzadas por la opinión mediática y la opinión pública se ha concentrado en el pobre desempeño y la buena vida de muchos de los diputados y senadores. Durante los sexenios panistas, el señalamiento principal era la inmovilidad. La incapacidad de los legisladores de los principales partidos para construir acuerdos para “sacar adelante las reformas estructurales que el país necesita”, se convirtió en lugar común. Hoy, el cuestionamiento es a la inversa. Los legisladores lograron alcanzar los acuerdos y aprobar las citadas reformas, pero por ello recibieron, además de su salario, bonos extraordinarios provenientes del erario. Y no han sido pocos los que han equiparado estos bonos con sobornos.
Si a lo anterior se le suma que cada legislador percibe al mes alrededor de 150 mil pesos; que sólo el Senado de la República ha gastado 31.3 millones de pesos en transportación aérea de primera clase en lo que va de la legislatura; que los diputados quieren comprar con dinero público más autos porque los 130 que tienen no les parecen suficientes, y que, en general, los representantes populares gozan de prerrogativas muy lejanas para la mayoría de sus representados, no es de extrañar el desprestigio que pesa sobre esta profesión política.
En este contexto, el Partido Revolucionario Institucional pretende convocar a una consulta ciudadana sobre la reducción de curules de representación proporcional, también conocidas como plurinominales. Es fácil suponer que la gran mayoría se manifestará a favor de la reducción, a la luz de los escándalos y la onerosa vida que llevan diputados y senadores. Sin embargo, esta discusión parece más un señuelo que un debate real sobre la naturaleza de la principal institución política de nuestro Estado nación. Y es que, como lo han advertido diversos analistas, el fondo no es el número de legisladores, sino la representatividad que ejercen o no.
Hoy no es posible asegurar que la decisión tomada por el Congreso de la Unión en cada una de las 11 reformas impulsadas por el presidente Enrique Peña Nieto corresponda con la de la mayoría de la población, porque, simplemente, ningún legislador preguntó a sus electores si estaban de acuerdo o no. Resulta revelador que, una vez aprobadas las reformas, el propio titular del Ejecutivo Federal se dispone a explicar en medios de comunicación masiva en qué consiste lo autorizado. ¿No debería ser al revés? Este hecho refleja como pocos una realidad que se ha agudizado en el país: el divorcio entre la llamada clase política y la ciudadanía partidista, divorcio al que han contribuido en gran medida diputados y senadores.