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Conmemorar sin recordar la expropiación

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Menudo lío celebrar la

Expropiación petrolera

Con toque de silencio.

Festejar aquello que ya no es motivo de celebración es una mala pasada de la efeméride que el calendario cívico todavía registra, pero que la realidad ya no respalda. Conmemorar aquel acto soberano como la hazaña del siglo XX, al tiempo de proyectar la apertura de la industria petrolera al capital privado como la hazaña del siglo XXI revela una cultura cívico-política marcada por la esquizofrenia o, bien, exige un discurso capaz de articular el agotamiento de la tradición nacionalista frente al ímpetu de la modernidad neoliberal.

Nada sencillo remontar con estilo y elegancia política la fecha cifrada en el 18 de marzo, y menos sencillo aun hacerlo cuando la corrupción que sangra y sangró a Petróleos Mexicanos ocupa un lugar destacado en el marco de la ceremonia y cuando la reglamentación de la reforma constitucional en materia de energía se guarda en secreto.

En todo caso, ojalá esta vez se escape a la tentación de invocar a la figura del general Lázaro Cárdenas como la del primer neoliberal de la República.

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Sin entrar a especular en torno al fondo y el tono del discurso con que habrá de conmemorarse un hecho histórico sin espacio en el presente ni destino en el futuro, es deseable que, salvada la efeméride, se publiciten y divulguen las iniciativas de las leyes reglamentarias de esa reforma y que, esta vez, se cuente con tiempo y oportunidad para conocerlas y debatirlas.

Si, en verdad, se quiere revestir de legitimidad a la reforma en materia de energía, es preciso conjurar la idea -citando el amparo interpuesto contra la reforma por más de una veintena de científicos y creadores galardonados con el Premio Nacional de Ciencias y Artes- de que el país tiene un parlamento sin parlamento: un Poder Legislativo sometido al Ejecutivo o domesticado por este último.

Desde la óptica del ejercicio del poder se entiende que el Ejecutivo y el Legislativo hayan retrasado la divulgación de esos proyectos legislativos considerando que, con motivo de la efeméride, la resistencia a éstos podría cobrar mayor fuerza. Se entiende, pero sería lamentable que estando contra un plazo perentorio, fijado por el propio Legislativo, se le escamoteara al país la posibilidad de conocer con oportunidad el planteamiento de dichos proyectos, de opinar y participar en una decisión de la trascendencia supuesta en la apertura del sector petrolero y eléctrico nacional.

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La fecha límite para contar con esa reglamentación es la del 19 de abril, y se la autoimpuso el propio Congreso.

Media apenas un mes entre la absurda conmemoración de la expropiación de la industria petrolera y la obligada aprobación -fijada en los artículos transitorios de la reforma constitucional- que determinará, en su espíritu y contenido, los términos en que se abrirá y concesionará la explotación del petróleo y la electricidad al capital privado. Escasos treinta y dos días para conocer, debatir, dictaminar y aprobar las reglas que reescriben un capítulo de la historia nacional.

No es como piensa David Penchyna, presidente de la Comisión de Energía del Senado de la República, una mera discusión sobre los ingresos del gobierno, es mucho más que eso. Menuda chabacanería reducir ese patrimonio nacional, a esa idea.

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En otra mala pasada del azar y el calendario, la discusión y aprobación de esos reglamentos se enmarcan en el escándalo provocado por el fraude cometido por un proveedor de Petróleos Mexicanos -la empresa Oceanografía- que impacta a bancos nacionales y extranjeros así como a industrias navales extranjeras y exhibe de cuerpo entero, pero sin el clásico uniforme a rayas de los reos a un sinnúmero de políticos panistas. Políticos que trastocaron el lema de "por una patria ordenada y generosa" en divisa para convertir el bien público -común, dicen ellos- en botín privado.

A gritos, esa brutal expresión de la corrupción que sangra y sangró a Petróleos Mexicanos justifica por qué no era descabellada la propuesta de emprender una reforma administrativa a fondo de la paraestatal, antes de pensar en la reforma constitucional que condujera a la apertura del sector. El escándalo desatado por Oceanografía -un simple cajero detenido con ese motivo- reivindica la reforma administrativa y advierte lo que puede ocurrir si se abre o concesiona al capital privado la industria de la energía, sin contar con eficientes órganos anticorrupción.

Si bien la corrupción en el sector público ha sido bandera del sector privado para reclamar una mayor participación en tareas o actividades antes reservadas al Estado, hoy a nadie escapa la alegre danza en pareja de funcionarios públicos y empresarios privados en negocios turbios que lastiman o saquean el patrimonio nacional.

Se construyen hidroeléctricas sin asegurar las turbinas. Se edifican unidades habitacionales donde no se debe y, a la hora del huracán, se cuantifica el número de damnificados sin tocar ni con el pétalo de un citatorio a los responsables. Se castiga con multas que provocan risa a los banqueros que lavan el dinero del narco, casi exhortándolos a poner más tintorerías. Se destinan recursos a la compra de detectores de drogas que funcionan igual que la lotería. Se construyen líneas del Metro sin checar el empate de los rieles con las ruedas, instando a los usuarios a bajarse de los convoyes.

A la vista de la ciudadanía queda el daño provocado por la corrupción, y a la ceguera de los órganos anticorrupción los culpables. Hoy, la corrupción es mucho más transparente sin alterar su impunidad.

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Va el país a la septuagésima sexta conmemoración de la expropiación petrolera, pero no a festejarla, sino a enterrarla. Nada de malo podría haber en ello si, a la fecha, se conocieran las nuevas reglas del juego de la explotación del petróleo y la electricidad, y se tuviera la certidumbre de que la corrupción en el sector ha sido desterrada.

Pero sin reglas y con corrupción, menudo lío festejar un funeral.

sobreaviso12@gmail.com

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