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Corrupción; ¿naturaleza o cultura?

JOSÉ ANTONIO CRESPO

El punto más debatido e importante sobre la controvertida entrevista que concedió Enrique Peña Nieto a varios periodistas (algunos, por fortuna, con voz crítica), gira en torno a la corrupción.

Ante la esencial pregunta sobre cómo podría la corrupción dar al traste con la Reforma Energética (y de hecho, con todas las demás también), Peña Nieto dio una respuesta vaga y contradictoria; dijo por un lado que era parte de la cultura de los mexicanos, pero por otro dijo que era un mal arraigado en la naturaleza humana. La cultura se define antropológicamente como todo aquello que es producto artificial. Lo que es natural no es cultural. La necesidad de comer, por ejemplo, es parte de la naturaleza humana; qué y cómo comamos, en cambio, sí es parte de la cultura. Algunos pueblos no comen cerdo o vaca por sus concepciones religiosas, y otros comían (o comen) carne humana sin mayor reparo. Los valores y creencias que permiten en un caso comer carne humana (o de cerdo o vaca) y en otros lo prohíben como gran aberración, son parte de la cultura.

La corrupción, por un lado, puede en efecto considerarse como un reflejo de la naturaleza humana, en tanto el ser humano es egoísta en su esencia, es decir, tiende a satisfacer sus deseos y necesidades por encima del de los demás. La envidia y la ambición, por ejemplo, son también parte de la naturaleza humana, más que un efecto cultural. Hay filosofías y religiones que sostienen que el egoísmo puede ser superado (incluso de manera radical), pero el punto de partida natural es el ego. La corrupción implica la afectación de un interés colectivo para satisfacer otros de tipo particular. También es visto como una de las diversas formas de abuso de poder; tomar dinero público para incrementar la riqueza privada. Por naturaleza, quien tiene poder tiende a abusar de él. El aspecto cultural es cómo se despliega la corrupción y qué tanto se tolera o no. Es cierto que en México se ha desarrollado una cultura altamente tolerante a la corrupción, donde incluso entre bambalinas se valora. En muy amplios círculos, quien incurre en corrupción es considerado listo (siempre y cuando lo hagan bien, sin dejar huellas). El honesto desde el poder en cambio es un tonto, quizá digno de una loa pública, pero también de burla privada. Y la formación de la cultura sí tiene mucho que ver (o todo que ver) con la historia.

Pero tanto al origen natural de la corrupción como a su expresión cultural, se le contraponen las instituciones políticas. Contener y castigar la corrupción (y el abuso de poder en general) es justo el propósito específico de la democracia. Si por naturaleza hay una fuerte tendencia a la corrupción, los contrapesos políticos y la aplicación sistemática de la ley son eficaces contenedores institucionales de ella (aunque siga habiendo tentación o predisposición natural a incurrir en ella). Ahí radica la explicación, (más que en la cultura) de por qué en algunos países hay más o menos corrupción. Que Peña Nieto se haya escudado en la explicación cultural revela una cierta resignación, cuando no condescendencia hacia la corrupción; es que así somos y eso no va a cambiar; ni modo.

La elevada corrupción en México se explica en última instancia porque jamás ha habido voluntad real de quienes sí pueden ejercer un combate eficaz contra la corrupción, y esos están en la cúpula política (ni siquiera pueden hacerlo los políticos medianos). Se pensó que los gobiernos panistas podrían llevar a cabo dicho esfuerzo, pues se suponía que esa era su esencia política, pero simple y sencillamente no quisieron; de hecho ni lo intentaron. Y dada la explicación de Peña Nieto, eso tampoco está entre sus prioridades. El problema es que la reforma estructural, sin la cual todas las demás corren el riesgo de desvirtuarse, es el combate sistemático y profundo a la corrupción. Pero - y eso sí es cultural -, eso puede esperar para mañana.

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