Principal feria del libro del idioma, la de Guadalajara es también una arena de discusión política. Escribo estas líneas en un clima donde gente de las más distintas edades y procedencias protesta contra la impunidad y pide que cambien las condiciones que la han hecho posible.
Fue aquí donde Enrique Peña Nieto tuvo el principal resbalón de su campaña al no poder decir los títulos de tres libros que lo hubieran marcado y es aquí donde el país se reinventa en la imaginación. Alguna vez Paco Ignacio Taibo II propuso que formáramos la República Independiente de la FIL, nación capaz de concebir otra más amplia.
Este año, la mayoría de los actos comienzan y terminan con una mención a Ayotzinapa y la reflexión crítica pasa de los salones de conferencias a las calles, donde la gente del libro se une con manifestantes. Esto adquiere especial relevancia en un momento en que el Gobierno criminaliza la protesta. Las detenciones de quienes expresan su discrepancia en forma cívica revelan la falta de flexibilidad ante un país al borde del estallido. Si no se abren espacios para el diálogo; si el descontento no se encauza en forma pacífica, la espiral de violencia irá en aumento.
En la hora actual no hay sensación más generalizada que el hartazgo. Maquillar el desastre -los subsidios como paliativos, la propaganda como mitología del poder- o prometer futuros -reformas a las reformas- ya no funciona. Urgen cambios para transitar a la legalidad. El principal interesado en ampliar la participación ciudadana debería ser el propio Gobierno. "Lo que resiste apoya", decía Jesús Reyes Heroles, refiriéndose al papel equilibrador que la oposición juega en una democracia.
Desgraciadamente, esto no aparece en la agenda presidencial. El paquete de diez puntos para combatir la inseguridad lanzado por Peña Nieto pasa por alto la necesaria ciudadanización de la política. Sus medidas no provienen de un diálogo con una sociedad inconforme sino de una concepción vertical del poder. Octavio Paz describió con maestría el ejercicio piramidal y patrimonial del poder en México. La sujeción de las mayorías ha servido para enriquecer a la cúpula y permitir que la dominación se preserve a través de proyectos rotativos. Poco importa que la ideología del PRI sea, según las conveniencias de turno, nacionalista, liberal o "liberal social"; lo decisivo es que perpetúe el predominio de una clase política ajena a la ciudadanía.
Esta concepción del trato político también aqueja a opositores convencidos de que todo se resuelve desde arriba, con la renuncia de Peña Nieto. El verdadero desafío no es sustituir al tlatoani en la pirámide, sino desmontar ese edificio premoderno.
El centenario de Paz ha confirmado la deslumbrante vigencia de sus textos. Uno de ellos, "Crítica de la pirámide", permite entender que el camino a la modernidad es horizontal y colectivo, ajeno a la autoritaria teocracia donde la solución "viene de arriba".
Los pasillos de la FIL son recorridos por jóvenes con camisetas de "#Yamecansé"; las plazas se iluminan con velas por los muertos; el número 43 es ya un signo político. Sólo una reforma que permita la participación ciudadana remediará ese malestar.
Pero la Presidencia sigue la lógica de la pirámide. En esa cima -versión política del espacio exterior- nadie puede oír tu grito. La indignación y la empatía por las víctimas, principales señas de la hora, no llegan allá arriba.
En un país donde la soberanía es una conjetura, Peña Nieto acaba de proponer la creación de una intrincada red de gasoductos. En vez de reaccionar ante demandas de acuciosa actualidad, ofrece una fábula del futuro. Esta fantasía pide auxilio a la amnesia. Para que esa circulación de la energía fuera posible, tendríamos que olvidar los territorios controlados por los Zetas, las autodefensas y otros grupos paramilitares, los incendios de anarquistas que se desprestigian a sí mismos o de infiltrados que buscan desprestigiar a los inconformes, la corrupción generalizada, la virreinal burocracia de intermediarios, el narcoterrorismo y el posible surgimiento de una narcoguerrilla. En un país al borde de las llamas el Presidente quiere llevar combustible a todas partes.
El gas huele mal a propósito, para anunciar su carácter inflamable. Pero tampoco los olores llegan a la cima de la pirámide.