Cuando mis hermanos y yo éramos pequeños nuestro padre, que ya goza de Dios, y Dios de él, hacía un truco que nos llenaba de asombro y regocijo. Tomaba una servilleta de papel, la doblaba de modo que pudiera sostenerse verticalmente, y luego le prendía fuego con su encendedor. Se consumía el papel, pero quedaba en pie una estructura frágil, como de cenizas, que al terminar de arder se levantaba -¡oh prodigio!- por el aire, y descendía luego convertida en inasible polvo gris. "Brujas", si no recuerdo mal, llamaba mi papá a aquellos ígneos papeles voladores. Pues bien: si alguna vez mi casa ardiera se elevaría igual, porque está hecha principalmente de papel: el de las hojas de los libros que la llenan como árboles de un infinito huerto. Bien vistas las cosas, todo lo que hago es prolongación de mis juegos de niño. Los libros, por ejemplo, son para mí objetos encantadores que disfruto como las canicas y los aros de ayer. Otros juegos deleitosos hay en esta vida, loado sea el Señor: el de la mujer, el del amigo, el del vino y la canción. Lo mejor que uno puede hacer es gozarlos, y ser uno mismo objeto placentero que ponga alegría en la vida de prójimos y prójimas. Mi casa es una torre de papel, vuelvo a decirlo. A más de mil y mil páginas de libros hay copias impresas de innumerables textos, y cartas de las de antes, y documentos públicos y privados -algunos privadísimos-, y estampas y estampitas, y fotografías. Tantos papeles tengo que entre ellos me extravío como en inexplorada selva. Cuando necesito este papel, o ese otro, jamás lo encuentro, nunca. Pasan los días, o los años, y de repente aquel papel me encuentra a mí y me dice: "Te estaba buscando. ¿Dónde andabas?". Pondré un ejemplo: aquella carta de Elena Garro que recibí hace muchos años. Si supiera dónde está -por ahí ha de estar- la sacaría y con ella haría una contribución no sé si buena o mala -o a lo mejor peor- a la historia de la literatura nacional. Esa carta debería conocerse. Podría servir para evitar que el relato de la vida de los grandes se escriba con humo de incensario. Va de historia, entonces, que no de cuento. Sucede que una linda muchacha de mi ciudad, Saltillo, vivía por aquellos años en Madrid. Aquellos años deben haber sido los finales de los sesenta o principios de los setenta, no recuerdo. Esa chica conoció en el edificio de apartamentos donde habitaba a una escritora mexicana: Elena Garro. Hizo amistad con ella, y mereció su confianza. Fue esa muchacha quien le dio mi dirección a la señora, y ella me escribió. Por ahí, estoy seguro, debe andar su carta, puesta entre las páginas de un libro o metida en un cajón. De algo estoy seguro: no la destruí. Quise guardarla, pero tan bien guardada está que ni siquiera la he buscado. Algún día aparecerá. Algún día se me aparecerá. En esa carta Elena Garro me decía que estaba afrontando apuros económicos muy graves. Me daba a entender veladamente que a veces no tenía ni para cubrir las necesidades básicas de la vida. Se quejaba con amargura de Octavio Paz, que no le daba "ni un centavo", y me preguntaba si los editores de los periódicos en que escribía yo se interesarían en publicar artículos suyos. No pediría gran cosa por ellos, me aseguraba: apenas lo suficiente para poder vivir. Respondí inmediatamente la carta de la señora. En mi contestación puse las direcciones y teléfonos de todos los periódicos en los cuales escribía yo, con los nombres de sus dueños o directores. No supe más de Elena Garro, ni vi después artículos de ella en esos diarios. Pero recuerdo que me causó penosa impresión saber que sufría tantas carencias alguien que había compartido de cerca la vida de aquel monstruo sagrado, Octavio Paz. Sobre esto no haré juicios morales, ni inmorales. ¿Quién soy yo para juzgar monstruos sagrados, y menos en su centenario? Ni pongo ni quito Paz, pero digo la verdad. No viven ya los personajes de esta Plaza de almas. Pero vive en Saltillo la muchacha de la historia. Ella -como se dice en lengua coloquial- no me dejará mentir. FIN.