La historia que en seguida voy a relatar ¿es cursi o es conmovedora? Lo más probable es que sea las dos cosas: con frecuencia lo cursi es conmovedor y lo conmovedor es cursi. Si escribo esto que escribo es porque pienso que el temor a ser tachado de cursi es la mayor cursilería. Alguien dijo: "¿Quién que es no es romántico?". Y digo yo (y además en forma rimada, para mayor efecto): "¿Quién que es no es cursi alguna vez?". Advierto, sin embargo, que me estoy justificando sin haber cometido aún el delito. Voy, pues, a cometerlo. Desde que se conocieron supieron que eran el uno para el otro (aquí comienza la cursilería). La mayor parte de la gente se enamora perdidamente; ellos se enamoraron encontradamente, pues de inmediato él supo que era para ella, y ella supo que era para él. Ella lo supo con mayor certeza: siempre las mujeres saben con mayor certidumbre que los hombres. Se conocieron en un baile. Para eso eran los bailes; para eso han sido siempre los bailes: para que un hombre y una mujer se conozcan y luego de un tiempo razonable perpetúen la especie. Bailar es hacer el amor anticipadamente. Por eso los hombres de religión han visto siempre con recelo al baile. Sé de un pastor protestante que prohibía a los jóvenes que hicieran el amor, pues eso podía conducirlos luego al pecaminoso ejercicio de bailar. Otro se negó a fornicar de pie con la organista de su iglesia: adujo que si alguien los veía iba a pensar que estaban bailando. Pero vuelvo a mi historia. Cuando ella y él se conocieron en un baile él fue a nombrarla. Eso quiere decir que fue a pedirle que bailaran. Ella aceptó, porque sabía ya que ese baile sería para toda la vida. "¿Me puede decir su nombre, señorita?" -le preguntó él en el curso de la danza. En ese tiempo las muchachas y los muchachos se hablaban de usted al comenzar una relación. Respondió ella: "Me llamo María de Guadalupe, para servir a usted". "Yo soy Pedro, a sus órdenes". "Mucho gusto". Cuando acabó la pieza él la fue a sentar. Así se decía. Pero no se alejó mucho. En el momento mismo en que la orquesta empezó a tocar de nuevo él se apresuró -ya venían otros dos bailadores- y la invitó otra vez. Ella, seria, salió a bailar. Y siguió el diálogo: "¿Estudia o trabaja?". "Trabajo -contestó ella-. Soy secretaria". Lo dijo con orgullo, pues a sus 17 años ya llevaba dinero a su casa. "¿Y usted?". La pregunta no dejaba de ser atrevida, pero tenía que saber el terreno que pisaba. "Soy oficinista -respondió él-. Trabajo en La Palma". La Palma era una fábrica de dulces que gozaba de prestigio en la ciudad. Así supo ella que pisaba terreno firme. Por eso volvió a bailar con él la tercera vez que la invitó, y luego dijo "Sí" -ahora sonriendo- cuando al terminar el baile él le preguntó: "¿Puedo volverla a ver?". No tiene caso alargar la historia, que por lo demás no tiene nada de original. Miles de copias ha de tener, seguramente. Se hicieron novios, y él habló con los padres de Lupita para formalizar la relación. Sus intenciones eran serias, les dijo. Se casaron dos años después. Habían comprado ya -en abonos, claro- lo indispensable para el hogar: la estufa antes que nada, y la recámara antes que todo; la sala y el comedor (con seis sillas, todo un lujo). Ella dejó de trabajar, pues en aquellos años no se veía bien que una mujer siguiera trabajando después de casarse. Sólo podían hacerlo sin desdoro para sus maridos las profesoras y las enfermeras. A los nueve meses justos Lupita tuvo su primer hijo. Un año después llegó la niña -"Felicidades. Ya tienen la parejita"-, y al año siguiente otro niño, y luego dos niñas más, las cuatitas. Cinco hijos en total. Pasaron los años. Cumplieron 50 de casados. No hicieron fiesta porque no había dinero: la pensión de él es pequeña, y los hijos debían ver por sus hijos. Pero fueron a misa todos juntos, y luego hicieron una carnita asada en la casa paterna. Todos se retrataron con los abuelos. Ella se tomó una copita; él dos o tres. Y mientras los hijos charlaban y jugaban los nietos él recordaba aquello de: "Me llamo María de Guadalupe, para servir a usted", y ella evocaba aquello de: "¿Puedo volverla a ver?". Todo había pasado. Y sin embargo todo había quedado. Vuelvo a preguntar: ¿esto que relaté, tan simple, es conmovedor o cursi? Quién sabe. Pero fue. FIN.