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Déficit democrático

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Dos de los grandes retos de las llamada democracia liberal, a la que en teoría aspira la República Mexicana, son el de la representación y la participación ciudadana. Es común en nuestro país y en nuestra comarca que los gobernantes inviten a la sociedad civil a confiar en las decisiones que toman en nombre de toda la población. Pero ese llamado la mayoría de las veces carece del soporte que dan los hechos.

¿Cómo confiar en un gobierno federal que pretende impulsar una ley anticorrupción cuando somos testigos de escándalos como los de las casas de funcionarios o sus familiares "financiadas" por una de las empresas beneficiarias con contratos públicos?

¿Cómo confiar en un gobierno federal que lanza un decálogo para fortalecer el estado de derecho que en vez de fortalecer a la célula de la República, el municipio, busca debilitarla y, además, a sabiendas de la responsabilidad, por acción u omisión, de la Procuraduría General de la República, Policía Federal y el Ejército Mexicano en la tragedia de Iguala?

¿Cómo confiar en un gobierno estatal que en vez de investigar el peor escándalo financiero de la historia reciente de Coahuila, sólo da largas al asunto y que, además, cobija a funcionarios que actuaron y operaron en la tan cuestionada pasada administración?

¿Cómo confiar en gobiernos municipales, como los de las ciudades de la zona metropolitana de La Laguna, que actúan la mayor parte del tiempo subordinados a los intereses de las capitales de los estados de Coahuila y Durango?

¿Cómo confiar en gobiernos que, sin considerar a la ciudadanía, toman decisiones de otorgar polémicas concesiones, firmar controvertidos convenios, desarrollar programas sociales para crear clientelas electorales y construir obras de dudosa necesidad? ¿Cómo confiar en gobiernos que no confían en sus ciudadanos?

La visión que prevalece desde el poder sobre los ciudadanos es la de que éstos sólo son contribuyentes, electores y usuarios. Pero la ciudadanía implica mucho más que eso. No se es ciudadano sólo por pagar impuestos, votar en una elección o recibir un servicio público. Ser ciudadano implica participar activamente en la vida pública de una comunidad, un estado o provincia, una nación. Por eso, todo ciudadano es político en esencia, en el mejor de los sentidos de la palabra. Pero para que esto ocurra, es necesario que el diálogo entre autoridad y sociedad se dé de forma horizontal. Y ese diálogo sólo es posible si existen los espacios para el mismo y si la sociedad está organizada.

Lamentablemente, la visión del poder sigue dominando en todas las capas de la sociedad y los pocos espacios que se abren suelen estar marcados por las mismas condiciones de verticalidad. Por un lado, quienes disponen a su arbitrio; por el otro, quienes navegan entre el asentimiento y la adulación. A extramuros, un cúmulo de personas se revuelve entre el hartazgo, la decepción, el enojo o, lo peor, la indiferencia.

Mucho más amplio que la retórica partidista maniquea de "los buenos y los malos" es el discurso del civismo y la civilidad que propicia el sano ejercicio de pesos y contrapesos y de la tan necesaria rendición de cuentas. Fuera de él, habita la barbarie, con su perverso juego de clientes y patrones, en donde no existe el estado de derecho, sino el derecho del más fuerte. La fuerza de la razón aplastada por las razones de la fuerza.

En su libro Manual del Ciudadano Contemporánea, la autora Ikram Antaki nos dice: "el civismo, virtud particular del ciudadano, encauza la relación del individuo a la cosa pública, pero también postula el ejercicio de las virtudes en la esfera privada. El punto de unión se realiza en la calidad del individuo y en la concepción de lo que es público". Y es ahí, en el espacio público, en donde se construye el ciudadano.

Llama poderosamente la atención el abandono que existe respecto a la formación cívica en México. En el mejor de los casos, esa formación llega sólo a la promoción de valores abstractos y dudosamente constructivos como el patriotismo. Es difícil sentirse parte de una patria cuando no se participa en su construcción y mantenimiento. ¿A quién le conviene este abandono? ¿Quiénes son los principales beneficiados de la indiferencia y del hartazgo improductivo?

Si algo nos ha enseñado el año que está por terminar es que el estado actual de la cosa pública en México tiene que cambiar. Ayotzinapa, la Casa Blanca, la deuda de Coahuila, los privilegios de los gobiernos estatales hacia las capitales, los convenios de los municipios, la corrupción y opacidad en la entrega de contratos, la infiltración de policías y la inseguridad, son sólo síntomas de la descomposición de una República que nunca terminó de cuajarse en sus elementos más básicos.

Pero ese cambio difícilmente vendrá desde la cúpula del poder que juega al doble discurso de llamar a la confianza mientras no da signos claros de querer construirla. Una vez más, el reto principal está abajo, en la sociedad civil. Si ésta no empuja para lograr la representación real en las instituciones y asumir el papel protagónico en la toma de decisiones de la vida pública, temo que estos elementos vitales de la democracia nunca se darán. En esto radica el enorme déficit democrático de nuestro país.

Dialoguemos en twitter: @Artgonzaga

O por correo electrónico: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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