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Después de Iguala

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

La radicalización violenta de la protesta social por los desparecidos de Ayotzinapa, hace que una ciudadanía inconforme, pero usualmente silente y poco participativa, se pregunte qué pasará después de Iguala.

La pregunta resulta obligada porque las escenas de violencia que se reproducen en diversas partes del país, operan como elementos que distraen la atención del público del motivo original de la protesta, con lo que los reclamantes terminan por hacer el juego al gobierno federal priista, confirmando la vieja enseñanza según la cual los extremos se tocan.

La respuesta de lo que no queremos que ocurra está a flor de labio. No queremos ni la consolidación de la dictadura plutocrática de partido de estado que implica el sistema priista, ni la violencia como alternativa de cambio propuesta por la izquierda extrema.

Aspiramos a la consolidación de nuestra frágil democracia sobre la base de la participación ciudadana crítica, tanto en los procesos electorales como en el seguimiento exigente y puntual de las tareas propias de la administración pública en el día a día, que nos permita obtener resultados en los rubros de seguridad pública y combate a la delincuencia, transparencia y rendición de cuentas, así como en el resto de las asignaturas pendientes.

Para contrarrestar al sistema priista que vincula a su partido a los factores reales de poder, a base de obscuros arreglos de toma y daca, las fuerzas cívicas independientes están en posibilidad de arrancar compromisos legítimos a los partidos de oposición para condicionar su apoyo electoral masivo, a la concertación de candidaturas ciudadanas y resultados de gobierno medibles. Al grupo en el poder no le quita el sueño el activismo cívico desvinculado de la participación electoral, porque solo esta última es capaz de dar y quitar el poder en las urnas.

Por otra parte, la alternativa extrema de autoritarismo o anarquía origina entre muchos hombres y mujeres libres de este país, una mezcla de asco y temor que impulsa a la deserción cívica colectiva que opera en favor del sistema priista, porque esta reducida visión indica que los panistas no pudieron y la izquierda resulta impresentable en el marco de la escalada de violencia.

El problema es que el priismo de nuevo cuño se empeña en el ejercicio de una democracia meramente formal, que en la práctica erige al grupo gobernante en administrador de los fondos de ayuda social para efectos de sostener una clientela electoral, planeada y estructurada con el propósito de mantener y acrecentar el poder a nivel de carro completo.

La alternancia de dos gobiernos federales panistas que durante doce años enfrentaron la resistencia al cambio, hoy es utilizada para argumentar que nuestro país no está preparado para la democracia y como consecuencia, la mano dura echa gobierno es un destino ineludible y la pluralidad un ejercicio de simulación y en el mejor de los casos, un espacio de desahogo acotado.

La delincuencia organizada ha funcionado con perversa habilidad como fiel de la balanza, en una arena política en la que el principio según el cual los enemigos de mis enemigos son mis aliados, ha generado oportunidades de alianza y participación en favor de las bandas criminales, que son del todo inadmisibles.

Sin embargo, la tesis del gobierno eficaz en la que se sustentó el regreso del PRI a Los Pinos, ha sido desmentido por el estancamiento económico, la camisa de fuerza fiscal, la corrupción escandalosa, el control de la información y el parteaguas de Iguala.

La violencia estéril que estamos presenciando, nos muestra que el único camino a seguir dentro de la prudencia política y el orden jurídico constitucional para construir un mejor futuro, lo ofrece el difícil sendero de la democracia electoral. En consecuencia, o la ciudadanía en pleno asume la tarea de tomar y sanear los partidos políticos existentes o crea nuevos partidos para substituir a los actuales.

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