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El amor del verdugo

Gran arte de carne y sexo

El amor del verdugo

El amor del verdugo

Iván Hernández

Conocerlos debería ser pecado, pero ignorarlos es una tragedia. Son una dupla que detona la emoción a gran escala. Fonseca, el autor, y Mandrake, el abogado varias veces criminal: piensa, enamora, engaña y pierde, duele y gana en un Brasil atroz como el resto del mundo.

Hay cierto tipo de «cinéfago» -puede ser un amigo, un familiar, un conocido- que ignora, no sin cierta justificación en varios casos, todo lo que huela a cine de autor y, en cambio, pasa horas y horas de su vida consumiendo películas palomeras que basan todo su atractivo en conjuntar tres elementos: mujeres hermosas, acción y sexo.

En otros, mejores tiempos, por lo general situados en un pasado sin antibióticos, la única forma en que los simples mortales podían acceder a esa tríada era leyendo y completando el trámite con algo llamado «imaginación».

Las aventuras de Mandrake, el abogado-detective que encabeza el reparto dispuesto por Fonseca, son, efectivamente, una película con hermosas mujeres, un tipo de acción más cargada hacia la intensidad y no tanto hacia el desenfreno, así como sexo, mucho sexo.

Lo mejor es que cada uno de estos aspectos va acompañado de una elevada dosis de inteligencia y buen sentido, cosa rara tratándose de una obra construida sobre unos soportes muy sobados: la chica desaparecida, la amiga preocupada, el abogado que hace más de lo que debe, los ricos y corruptos de siempre, los matones y criminales de poca o mucha monta, que ofrecen tanto respuestas como balas (o cuchillos).

Los soportes son lo de menos cuando el edificio hace gala de un dinamismo y una belleza poco comunes. Ya se saben, todas las casas son domicilios, pero hay mansiones e Infonavit. Mandrake, gracias a la pericia de Rubem, habita en un lugar mágico, similar a la realidad y por lo tanto peor, pero eso sí, muy exclusivo.

LA MIRADA DE FONSECA

El protagonista de El gran arte no es cualquier abogado (tampoco es cualquier detective), ni un simple mujeriego, ni un héroe o antihéroe en los sentidos ñoño y despreciable de dichos roles. Prueba de ello fue su fichaje hace unos años por la cadena HBO (los gringos son expertos en identificar yacimientos de green), que le hizo una serie de televisión, aunque exclusiva para el espectador brasileiro.

Las bondades y la técnica en la prosa de Fonseca hacen que resulte muy sencillo trasladar las palabras a otro ámbito, a otra plataforma. El gran arte es un libro más horizontal que vertical, es decir, dan ganas de acostarlo para expandir la imagen como se hace con los videos reproducidos en un celular inteligente.

Porque los personajes de Fonseca están hechos de verbo y hueso, de sangre y sombra, su mundo es éste que pisamos y que no nos atrevemos a observar en su llana crueldad, ocupados como se está con la agradable visión de las flores, no importa que dos de cada tres sean artificiales.

En materia de mujeres, Rubem despliega con acierto su habilidad para presentarnos a la Venus de turno, sin describir a detalles los cuerpos en que se encarna, o, mejor dicho, llevando la atención del lector hacia muestras del carácter: en lugar de ojos como luceros y cabellos como cascada, el autor dibuja el ligero y altruista andar de una, la tropical y enajenante cercanía de otra, el despampanante capitalismo de alguna más y la satisfacción, tanto física como mental, de llegar a conocer a ésa, aquélla y la otra en el sentido bíblico: “Ada caminaba por la sala de su casa, observándose a través de mis ojos, como si fueran el espejo de la academia en el que se enamoraba de su propio cuerpo”.

Los hombres, como suele suceder no sólo en literatura sino fuera de ella, son menos interesantes, mucho menos queribles, será porque “[...] sólo existen dos tipos de hombres, los cínicos egoístas y los idiotas egoístas”.

Todos, sin embargo, cumplen con su función al pie de la mirada de Fonseca, el director que los hace actuar de un modo sobrio -de esas anormales veces en que la sobriedad alcanza una nota sobresaliente o poética. A nadie le sobran diálogos que los pintan de cuerpo entero, ni actos que los hacen rebelarse como esos chiquillos que juegan a ganar, y no dudan en romper las reglas haciendo que la dama se mueva como caballo y los peones como reyes.

En la prosa del brasileño ni siquiera los estereotipos son lo que parecen. En sus manos, un personaje que es un bruto, puede pasearse con toda naturalidad por seis de las siete acepciones del término, sin que el brinco de una a otra se perciba como forzado o innecesario, y terminar actuando como el más humano de los desgraciados, con la docilidad de quien busca la paz sabiendo que es imposible hallarla, al menos en este mundo.

Más que leer, los ojos se deslizan por los párrafos y, como en la prueba de slalom gigante, el descenso es, a grandes tramos, vertiginoso, aunque seguro, una delicia. El lector de Fonseca es como una personita que observa desde los ojos de un esquiador austríaco.

EL CINEASTA

Si el autor, ganador de múltiples premios literarios, fuera cineasta, Cidade de Deus no sería de lo más representativo de la cinematografía brasileña. La lente de Rubem lo abarca todo: política, teoría literaria, sociología, historia, filosofía, etcétera. El amplio registro de sus palabras, sin embargo, es algo que el lector debe descubrir por sí mismo.

No obstante, un par de botones nunca sobran: “Los hijos empobrecidos de las buenas familias, así como los incompetentes de las familias ricas, conseguían siempre un buen trabajo público, donde no hacían nada”, o “lo importante no es la verdad sino el símbolo”.

Un Rubem director de cine no sería como Buñuel ni como Polanski, sería Fonseca, un creador con esa voz particular que encanta a la realidad, la base de un antídoto contra las inclemencias del humano mundo.

El gran arte no es ninguna casualidad. Su autor lleva muchos títulos destilando odios, amores, lujurias y pensamientos de alta calidad. Más huellas a seguir son: Historias de amor, La cofradía de las espadas, Bufo & Spallanzani, así como las otras en las que aparece el abogado-detective, Mandrake: La biblia y el bastón y Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro.

UN ARTE MILENARIO

“Mucho antes de Cristo había en Grecia un poeta que decía: tengo un gran arte, hiero duramente a aquellos que me quieren...”, para descubrir el sentido de esta referencia y, de paso, completar la oración no hay solución más óptima que leer la novela.

La lectura también servirá para conocer la teorización sobre la gran cualidad del luchador: el odio frío. Esos y otros beneficios por disfrutar, aguardan en las letras del brasileño, un ejemplo imprescindible a la hora de despojar de clasificaciones a los buenos libros.

Correo-e: bernantez@hotmail.com

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