Ante la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los obispos mexicanos pronunciaron un "¡basta ya de sangre, secuestros y violencia!" y se unieron al clamor generalizado que pide una profunda transformación del orden institucional, judicial y político de México.
Ayotzinapa no es un hecho aislado, ni acotado al estado de Guerrero. La rabia, la indignación y la protesta que recorren el país van mucho más allá. La falta de crecimiento económico, la fuerte exclusión social y la carencia de oportunidades para los jóvenes abonan al clima de crispación nacional. Lo que está en el fondo es la disolución de las estructuras de autoridad, avasalladas por la acción de las bandas criminales y la corrupción institucionalizada.
En vastas franjas de nuestra geografía, las bandas criminales infiltran al Estado y lo suplantan. La actitud de quienes dicen gobernarnos es de profundo desprecio por las personas de a pie. En Tamaulipas, por ejemplo, el gobernador parece decir: 'yo me ocupo de lo mío, hacer dinero, y si a los tamaulipecos los siguen secuestrando y extorsionando es su problema'.
A su vez, el vocero de Los Pinos hace malabarismos verbales en torno a la mansión de la pareja presidencial, lo que profundiza la desconfianza tras aquella declaración patrimonial del 15 de enero de 2013, donde el titular del Ejecutivo nos informaba que poseía seis bienes inmuebles producto de sendas donaciones.
Tanto la abdicación de la tarea más importante del gobierno -proteger la seguridad de los ciudadanos- como la corrupción impune, provocan que las bandas criminales se multipliquen, permeen el tejido social y aprovechen el río revuelto. A los jóvenes de Ayotzinapa los disolvieron en un río; su naufragio es el nuestro.
Tras el pasmo, el gobierno busca afuera la credibilidad que no tiene en casa. Bienvenida la invitación a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para integrar un grupo de expertos que con base en protocolos internacionalmente aceptados lleve a cabo una investigación a fondo. La paradoja es que el gobierno se ve orillado a pedir prestada su credibilidad a un organismo internacional, cuando la cotidianeidad política mexicana excluye a quien se proponga actuar con sentido ético.
Y espérense: 2015 abona a una descompostura aún mayor. Todavía faltan los trabajadores. Esos que parecen dormitar bajo el control del corporativismo empresarial, político y sindical, esos a quienes se les pide atemperar sus reivindicaciones salariales, no sea que vayan a desatar la inflación. La cuerda se está rompiendo por lo más delgado: los sectores explotados, expoliados, violentados y despreciados.
Trato de encontrar paralelismos con otras crisis en México, y me remonto a mediados del siglo XIX, durante la dictadura de Antonio López de Santa Anna. El gobierno era profundamente corrupto y favorecía a grupos de la aristocracia mexicana. No había claridad en el manejo del dinero público. Los liberales enarbolaron una profunda transformación del Estado mexicano y emprendieron la Revolución de Ayutla en 1854 para derrocar a Santa Anna. Por cierto, Ayutla, como Ayotzinapa, está en Guerrero.
El llamado de los obispos no puede caer en oídos sordos. Tanto ellos, como el gobierno de Enrique Peña Nieto y el conjunto de la sociedad mexicana, tenemos que hacer de la cosa pública un asunto realmente público, como punto de partida de la urgente transformación de nuestro país.
El escenario es complejo, y no admite más de lo mismo.
Ya despertaron al México bronco, y se están gestando encuentros inesperados, conversaciones sorpresivas, y acuerdos inéditos entre ciudadanos indignados de todas las extracciones sociales.
Twitter: @Carlos_Tampico
(Profesor Investigador del CIDE)