BUENOS AIRES, ARGENTINA.- La maduración se entiende, en general, como la terminación de un proceso temporal en el que se deja atrás una cosmovisión determinada para reemplazarla por otra más autoconsciente, más anclada. Pero nos olvidamos de que madurar algo es también respetar un desarrollo intrínseco al devenir que acompaña el movimiento natural de las cosas. Argentina, en este sentido, ha ido madurando su propio proceso histórico dentro del marco de un nuevo paradigma surgido a partir de la crisis del 2001 y reconfigurado por el kirchnerismo de los años posteriores. ¿Puede esta realidad disociarse de los acontecimientos futbolísticos más importantes? Ciertamente no, aunque la relación no implique una identificación de equivalencias (veamos como ejemplo el caso de España y su despegue con la Eurocopa del 2008 continuado con el campeonato mundial del 2010 y otra Eurocopa, para estrellarse finalmente en Brasil de la manera más caótica y nostálgica posible; veamos ahora su situación sociopolítica desde el 2008 a hoy, abdicación del rey incluida).
Argentina se ha mirado a sí misma en el devenir de esta última década desde la construcción paulatina de esa autoconciencia más madura que no implica, sin embargo, la culminación del proceso sino más bien la consolidación del movimiento, de la pulsión de futuro. Pero el movimiento no refiere de manera inevitable a la velocidad, mucho menos en el hacer histórico. El cambio, por tanto, es trabajoso y lento; tiene un ciclo que cumplir y eso lleva tiempo. La euforia que generó esa selección del 2010 dirigida por D10S, el mejor jugador del mundo, fue una posta más dentro del ciclo, una parada de revitalización tan necesaria como insuficiente que nos trajo a un presente que se nos hace disruptivo pero que en realidad es fruto de un movimiento lógico.
"Alejandro Sabella me devolvió las ganas de jugar en la selección", dijo Javier Mascherano luego de ganar el partido contra Holanda que nos llevara a disputar una final de la Copa del Mundo después de 24 años. Y en esta declaración pareciera subyacer una controversia que en realidad no es tal. ¿Mascherano no tuvo ganas de jugar el último Mundial, se puede dudar de su compromiso? Está claro que no. Porque lo emocional es el vector principal del triunfo y, por tanto, también de la derrota. Y la acumulación de derrotas va generando un torrente sanguíneo de tristeza y resignación que muchas veces se nos mete adentro a pesar de la "mística" natural de nuestra kulturfutbol. Sin embargo, el fin de un ciclo sí es un término, aunque la maduración continúe. En poco tiempo culmina para nuestro país un tiempo político y cultural cuya importancia es ineludible; hoy termina un ciclo futbolístico consagratorio de una selección enorme que tiene -otra vez, como en loop- al mejor jugador del mundo en sus filas. Si somos sabios, en unas horas habremos entendido que todo final, como todo fruto maduro, tiene algo de ofrenda al futuro y de homenaje al pasado, y que contiene en sí una celebración siempre perfectible pero casi obligada.
*Filósofa y periodista cultural