El Grito
Patria, palabra triste como termómetro o ascensor.
Pablo Neruda
No me pasa desapercibido que el 15 de septiembre debo escribirle a la patria, declararle mi amor, abrazarla. Unirme al vocerío y sola conmigo, ponerme de pie frente a la tele para cantar con un nudo en la garganta el Himno Nacional. Enredarme en un rebozo y gritar a todo pulmón: “¡Viva México ca…!”, para conmemorar debidamente la fecha que marca el principio de una insurrección que comenzó en 1810 pero que sólo once años después se consolidaría con la firma de los Tratados de Córdoba; en términos bastante enojosos por cierto: [...]Será llamado a reinar en el Imperio mexicano en primer lugar a Don Fernando VII Rey Católico de España y por su renuncia o no admisión, al serenísimo infante Don Francisco de Paula, y por su renuncia o no admisión, al señor Don Carlos Luis, Infante de España, y por su renuncia o no admisión…”, y ahí le paro porque de seguir acabarían llamando a Letizia.
En la intensidad de las fiestas patrias yo necesito sentirme hermanada. Aunque ya se sabe que unos somos más hermanos que otros y vaya usted a saber cuáles son los más hermanos que a mí me corresponden, dado que para los de arriba, los invitados del presidente en turno que se pavonean en los pasillos del palacio durante el tradicional “Grito”; hermanados por la marca de familia que consiste en tener el espinazo bien flexible y el “pues sí como no, Señor presidente, lo que usted mande”, y esa noche en palacio, lo que el presidente manda es compartir cena y brindis para celebrar tanta hermandad y tanta patria, tanta obediencia y lealtad que impone el compadrazgo, y la impunidad que los asocia a esa jugosa empresa llamada Gobierno S.A.; y yo, sin partido político y ni un compadre que me avale; para ellos no soy tan hermana y ni quién me invite al convite.
Lamentablemente tampoco lleno los requisitos para hermanarme con los que abajo llenan el Zócalo con sus chiquillos sobre los hombros y hasta empujando a su santa madrecita en la silla de ruedas porque “ni modo de dejarla en casa la gran noche de México.” Con ese pueblo generoso y festivo que con el alma incendiada de fervor patrio se arroja huevos rellenos de harina, suena sus cornetas y se adorna con sombreros de charro Made in China.
La verdad es que no me identifico con los de arriba por más que la noche del “Grito” desde los balcones de palacio finjan que de veras todos somos hermanos; pero tampoco con los de abajo, así que yo, como dicen los franceses: “entre dos sillas y con el culo en el suelo”.
Durante el mes de septiembre repito convencida que como México no hay dos; aunque ya para octubre comienzo a preguntarme para qué querríamos dos si no podemos sacar adelante uno. Además, ¿para qué?, si lo que ensancha la vida es lo diferente, otros paisajes, otras costumbres, otras maneras de orar y todos los nombres del mundo para el mismo dios.
La verdad es que pasada la intensidad de septiembre, yo puedo ser de cualquier parte y como camaleón, tornarme de cualquier color. “Soy un sacerdote español que esta noche consagro en matrimonio a una joven mexicana con un ciudadano francés que se conocieron en China”; escuché en una boda y pues sí, ese es el mundo de hoy, el planeta nuestro, la única nave en que con pasaporte o sin él, viajamos hacia Ítaca.
Me emocionan el calor y el color de nuestras tradiciones y amo a México porque no puede ser de otra manera, aunque la verdad es que mi amor es triste porque lo amo como se ama a una madre desobligada y corrupta. No pierdo -eso sí- la esperanza de que cualquier milenio de estos, llamada a cuentas por sus hijos, esa madre reaccione, y con honestidad y justicia, de verdad se ocupe en resolver las grandes necesidades de sus hijos, porque mientras eso no suceda, pocas razones tenemos para celebrar.
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