Hace unas semanas se presentó en Torreón el libro El karma de vivir al norte (Sexto Piso, 2013), del reconocido escritor lagunero Carlos Velázquez. Con enorme gusto participé en dicha presentación que, por azares del destino o por destinos del autor, ocurrió un año después de publicado el libro. Tuve el honor de compartir la mesa con el propio Carlos y con el periodista deportivo Rafael Rosell. Comparto una edición del texto que me motivó la lectura del libro.
Cuando leí la crónica ácida de Carlos Velázquez, una pregunta no me dejaba dormir: ¿cómo llegamos a esto? Aunque por mi oficio de periodista estaba familiarizado con todo ese espectáculo de horror, no reparaba a conciencia en las causas del infierno. El norte, este norte nuestro de tolvaneras, se había convertido en un campo de batalla. Era evidente. Pero ¿por qué? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
El norte siempre ha sido territorio de frontera. Una frontera más simbólica que física. En este norte en el que, los sepamos o no, todos tenemos ya los días contados -como lo señala de sí mismo el autor y protagonista del relato- un día se instaló una sombra en medio de la nada. O la casi nada.
De viejos continentes lejanos llegaron misioneros y conquistadores que se adueñaron de difusos horizontes. Kilómetros de tierra semiárida bañada al azar por ríos que hoy son polvo. Quienes vivían aquí estaban de paso… pero no lo sabían entonces. Conforme fueron apareciendo las aldeas y las ciudades criollas y mestizas, los latifundios de los nuevos potentados, ellos fueron desapareciendo. Hasta que desaparecieron. Fueron exterminados, mejor dicho. La violencia es la marca de nacimiento de nuestra civilización norteña.
Aquí en el norte, todos nacemos nómadas. Sabemos que somos pero no hasta cuándo. Estamos queriendo salir. Salimos queriendo siempre volver. Y nunca terminarnos de irnos, como jamás nos convencemos de quedarnos.
Un día creímos en un sueño. Y con la llamada cultura del esfuerzo nos subimos al Progreso que en ese entonces era una bestia de ruedas, rieles y carbón. Y nos convencimos de que todo era posible. Y olvidamos a los que se fueron, a los que desaparecieron. Y nos pusimos a esperar ansiosos a los que vendrían. A aquellos que vinieron, destruyeron, construyeron y se fueron. Y fundaron una ciudad sobre la base de la Constancia, la Esperanza, la Fe, la Alianza y la Unión. Una unión de naturaleza etérea. Tan etérea que pronto se esfumó al primer grito de ¡Viva la Revolución! Y en esta tierra de patrones y peones, los hacendados hicieron la guerra con sus ejércitos privados. Y se levantaron los Maderos y los Aguirres. Y se enfrentaron los Argumedos y los Villas. Y mutatis mutandi… para que todo siguiera igual. Unos se fueron sin querer irse, otros se quedaron sin saber muy bien por qué.
Pero forjamos otro sueño. Los Cárdenas repartieron la tierra. Y nuestras ciudades crecieron. Incluso más que nuestras lejanas capitales. Y entonces nos sentimos importantes. Nos llenamos de orgullo. Y nuestros caminos, de ejidos. Hicimos de la empresa nuestra "empresa". Y en la soberbia soñamos con ser estado. Y hasta tuvimos dos equipos de fútbol. Y los defendimos como si fueran importantes. Construimos parques industriales y decíamos que eran los más grandes. Hasta que llegaron los Salinas y los Zedillos y la Solidaridad y el Progreso nos escupieron en la cara. Y también llegó el narco. O tal vez ya estaba aquí.
Las maquiladoras golondrinas hicieron un puñado de veranos y nos embarcamos en otro sueño. Y todos fuimos Santos. Y fregones. Gritamos gol como si esas tres letras fueran la vida misma. La tierra de los grandes esfuerzos cosechaba triunfos y el eco de los mismos llegaban a los cuatro puntos cardinales. Elaboramos planes de gran visión. Diseñamos el futuro sobre la base de un presente incierto. Luego nos enteramos de que el Progreso estaba devorando el acuífero y que nos estaba envenenando con el plomo. Y más tarde llegaron los Calderones y los Moreiras. Y ahí sí ardió todo. O casi todo. Un día amanecimos con la noticia de que debíamos un dinero que nosotros no habíamos gastado. Y el narco, con todo y guerra, seguía ahí. Y vino a cobrar las facturas endosadas por el "progreso de la gente" y la "esperanza del cambio". Y el norte lagunero se quedó mudo. Aquella Constancia, aquella Unión, aquella Alianza, aquellas Fe y Esperanza fueron abandonadas e hicieron implosión. Después explotaron y alcanzaron a todas las calles, a todas las colonias. Y el miedo se convirtió en el único aliado.
En la crónica de Velázquez está sugerida toda esta historia. Nuestros sueños y nuestros fracasos. Lo que somos, lo que el autor experimenta de lo que somos en estos aciagos días es también un recuento de lo que fuimos y lo que quisimos ser. La tragedia de nuestro nomadismo genético representado en la inevitable ansiedad de querer salir y no poder lograrlo. Una especie de Odisea a la inversa. La odisea de quien siente la urgencia de irse pero se queda. O se va por un tiempo, y vuelve. Siempre vuelve. Y encuentra aquí, en medio de toda la inmundicia, motivos para seguir, insistir, para aferrarse a la existencia.
Aunque es crudo, terrible y sórdido, contrario a lo que pudiera pensarse El karma de vivir al norte no es una incitación a la desesperanza. Sortear la calamidad y poder plasmarla en una hoja en blanco es ya de por sí una prueba irrefutable del ejercicio de la supervivencia. El libro es el testigo más fiel de la causa de la continuidad de su existencia pese a todo. Y en la crónica están las claves de lo que se va dilucidando poco a poco. Carlos tenía que vivir para contarlo. Para plasmar esta parte de nuestra siniestra historia reciente con su estilo literario cargado de humor negro y referencias lingüísticas de este país de nómadas que es el Norte.
Guardo muy bien en mi memoria el pasaje de la oscura travesía en taxi a un lado de su hija, el motor de sangre y hueso de sus andares y destinos, cuando pensó que ya habían valido madre. ¡Cuántos llegaron a pensar lo mismo! Y el de la profunda desazón por ver arrebatado el último reducto de alegría colectiva, cuando los sicarios desataron afuera del estadio esa balacera que hizo a la Comarca, de la noche a la mañana, tristemente famosa.
El karma de vivir al norte es una referencia obligada para acercarnos desde la mirada íntima de un gran narrador a la dura y complicada realidad contemporánea de nuestra Comarca Lagunera. Por eso, celebro el éxito que el libro de Velázquez está teniendo.
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