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El santo des-orden

ADELA CELORIO

Las noches de duelo son un naufragio. Cuando al despertar me falta la tibieza de tu espalda y el alboroto de las sábanas, el perfecto orden de nuestra habitación me dan de nuevo la noticia; no estás.

No hay toallas mojadas por ninguna parte y en el baño no te has sacudido como un pato. Por el piso no ruedan calzoncillos ni piyamas ni camisas. Cuando tu navaja de afeitar y tu cepillo de dientes, quietos y silenciosos me observan desde su lugar, tengo la inquietante sensación de que el mundo se detuvo. Que nada sucede sin el caos que provocabas cada mañana.

El orden que siempre defendí, hoy me lastima. En la mesa del desayuno, la caja de cereal que abriste la última mañana y la sección deportiva del periódico intocada, me echan en cara tu ausencia. Sin tu incesante buscar y revolver de cada día, tus ropas bostezan en el closet y tus zapatones perfectamente alineados extrañan la firmeza de tus pasos.

El futbol nuestro de cada día, se ha ido con sus patadas a otra parte y ni la hoja del árbol se mueve desde que tú no estás. En el lugar que les he asignado, inmóviles y sin vida todas tus cosas parecen piezas de museo.

El orden que tanto defendí ahora me hiere. Ante tu ausencia, las trivialidades en las que malgastamos las horas dejan de tener sentido. La vida se parte por la mitad y por instantes me permite atisbar lo verdadero. Lo trascendental abre una grieta hacia mi propia muerte.

El viejo reloj de tu padre que durante años usaste tercamente negándote a cambiarlo por el precioso reloj que yo te obsequié en algún cumpleaños; tus llaves tan aficionadas a jugar contigo a las escondidas, tu teléfono inmóvil y silencioso; desde tu mesilla de noche parecen burlarse de mí: ¿Con que querías orden no? Pues aquí lo tienes. Bien dicen por ahí que nazca donde nazca, uno siempre quiere estar en otra parte.

Ahora en nuestra casa ordenada y silenciosa, entiendo y valoro el santo desorden que genera la vida. El ruido de las cosas que van y vienen cuando las usamos y las gastamos y las arrojamos en cualquier parte para volver a buscarlas mañana. Estoy descubriendo que la vida se manifiesta en el desorden que produce el movimiento. Hay momentos en que me escucho diciendo: "ya está bien, a ver si dejas ya de hacer el tonto y vienes a desordenarlo todo".

Mi imaginación escucha que llegas, que arrojas el saco en cualquier parte y ocupas tu sillón con la vista al bosque que tanto disfrutabas. Por ahora me siento incapaz de aceptar que esto es para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? ¿Qué ni hoy, ni mañana, ni siquiera para mi cumpleaños? Me parece una idea francamente ridícula. Aunque intento hacer "lo que se debe", tengo un lío enorme en la cabeza porque ni siquiera sé qué es "lo que se debe".

Hay gente que en su pena se construye una especie de nido en el duelo y se queda a vivir ahí para siempre. Permanecen en el mismo lugar, vuelven siempre al mismo sitio donde vacacionaban, mantienen los mismos rituales en memoria del cónyuge fallecido. Yo ni siquiera sé qué carajos hacer con tanto orden.

"Por ahora tan sólo recuérdame/ recuérdame vital y generoso/ recuérdame y con el tiempo crecerán la hierba y el respeto/ brotarán las hojas y las palabras/ Créeme, crecerán: aunque lo hagan muy lentamente/ como las piernas de un niño mientras sueña…" (Kirmen Uribe)

Lo único que se me ocurre para no quedarme a solas conmigo, es poner la vida en marcha nuevamente. Es restablecer mis rutinas salvadoras: leo, me aplico a la escritura siempre tan consoladora, retomo el bordado de un tapete que como Penélope, nunca termino. Tal vez debería estar destrozada, derrumbada, pero no, sólo estoy muy triste y desde luego sorprendida ante este nuevo giro que me impone la vida. Tan sorprendida como si ahora mismo me informaran que soy monja. Por momentos se me viene a la cabeza aquella cancioncilla que cantábamos las niñas al saltar la cuerda: "Quisiera saber mi vocación, soltera, casada, viuda o monja", y según en qué palabra pisábamos la cuerda, así se presentaría el futuro.

En mi largo camino recorrido he aprendido muchas cosas y sin embargo no puedo ni imaginar en qué forma me incorporaré al vasto club de las viudas: ¿viuda negra?, ¿viuda alegre?, ¿pobre viuda? Me parece que la viudez es un destino para mujeres más serias, más fuertes, más plantadas que yo.

Antes de terminar, aprovecho este espacio para pedir perdón por mis disquisiciones erráticas y confusas cuando lo que corresponde es agradecer las cálidas palabras, los montones de abrazos cibernéticos con que me han arropado tantas amigas y amigos laguneros; los pacientes lectores que ahora mismo me están aguantando en esta nota quejumbrosa y chillona.

adelace2@prodigy.net.mx

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