El Síndrome de Esquilo
¿Le daría usted a sus hijos un libro cuyo protagonista es un niño que fuma todo el tiempo, que sueña con fundar una banda de asesinos, que cuestiona para qué sirve rezar y contiene afirmaciones como "prefiero irme al infierno"? ¿Le daría un libro lleno de faltas de ortografía, de afirmaciones falsas como que seis por siete es treinta y cinco, que cita mal a Shakespeare y está atiborrado de imprecisiones históricas? Si su respuesta es no, pero tiene en su casa "Las aventuras de Huckleberry Finn", lo más probable es que sus hijos ya lo hayan leído.
Considerada un clásico de la literatura universal, esta novela publicada en 1885 es uno de los libros más divertidos que cualquiera pueda leer. Y también uno de los más provechosos. ¿Qué pasa? ¿Qué tenía en la cabeza Mark Twain al escribir esa novela? ¿Por qué millones de escuelas la incluyen en sus programas?
Antes de pretender una respuesta apresurada, es preciso recordar que este libro no siempre ha sido considerado un clásico: durante años fue prohibido en ciertas escuelas y bibliotecas de Massachusetts y Philadephia, en Estados Unidos, e incluso en Inglaterra se llegó a sacar de los planes de estudio. No son pocos los activistas que han pretendido eliminarla de los estantes de librerías y bibliotecas. Otras instituciones han optado por meterle tijeras y hasta serrucho, ejerciendo la censura a su gusto.
Pero también conviene recoger un racimo entre los muchísimos elogios que esta ficción de Twain ha cosechado: cuentan, por ejemplo, que Jorge Luis Borges fue invitado a dar una conferencia en St. Louis, Missouri. El argentino aceptó con la condición de que le llevaran a conocer Hannibal, población donde Twain pasó su infancia. Ya casi ciego y con más de ochenta años a cuestas, el autor de "El Aleph" insistió en hacer el viaje de casi dos horas entre St. Louis y Hannibal. Cuando llegaron quedó claro su propósito: quería tocar las aguas del Mississippi. Este río, habría dicho entonces Borges, contiene la esencia de la escritura de Twain, sólo deseaba tocarlo para acercarme un poco más a esa combinación divina (Twain y el Mississippi) que produjo "Las aventuras de Huckleberry Finn".
No es de extrañar la admiración que causaba en Borges esa novela: en su discurso de recepción del Nobel, en 1954, Ernest Hemingway dijo que toda la literatura moderna norteamericana derivaba de ese libro. William Faulkner solía decir que Twain fue el primer escritor "realmente americano" y otro Nobel, T.S. Elliot, colocaba a Huckleberry Finn en el más alto rango de las obras maestras que se hayan escrito… la lista podría seguir.
Los rasgos generales de esta historia los conocemos todos: un niño y un esclavo navegan por el Mississippi en una balsa. Pero no se trata de una ruta tranquila, placentera, entre flores y brisa. Conforme avanzan río abajo, niño y esclavo enfrentan distintas aventuras: estafadores, pueblos ensangrentados por riñas familiares, barcos naufragados que sirven como guarida a asaltantes… pueblos donde una turba enfurecida se confabula para linchar a un indefenso. Así, la travesía en balsa está llena de dilemas morales: eso sin contar que, al ayudar a un esclavo a fugarse, Huck está violando las leyes de su época. No son pocos los remordimientos que esto le provoca.
Con sus aventuras, Huck y Jim nos recuerdan la importancia de leer con espíritu crítico. Los libros no contienen recetas infalibles, como tampoco son infalibles las ideas de una etapa determinada en la humanidad. Si leer ayuda es porque la literatura fomenta el ejercicio del criterio. Al menos la buena literatura, como la que Twain nos heredó.
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