El Síndrome de Esquilo
No es descabellado pensar en Parras como en una tierra de vinos y de espiritistas. Sobre los primeros mucho se ha repetido que en sus inmediaciones se encuentra Casa Madero, el viñedo más antiguo de América, cuyas cosechas son tan buenas como las mejores del mundo. Hay también un par de empresas familiares que hacen vinos con procesos que prácticamente no han cambiado desde el virreinato. Aunque de los espiritistas se habla menos, puede afirmarse que la pequeña ciudad sostiene, también hace siglos, un diálogo con el más allá. Los antecedentes no se limitan a las sesiones donde Francisco I. Madero y Catarino Benavides afirmaban recibir dictados de los muertos. No. Aunque se trata del pasaje más famoso, pues Madero murió convencido de que los consejos de los muertos le permitieron ser Presidente de México, las raíces del espiritismo en Parras se remontan por lo menos cuatrocientos años atrás, cuando los indios laguneros aseguraban, al paso de un remolino de viento y polvo, que alguien moriría pronto, pues el demonio vagaba por el desierto buscando a quién llevarse. Cachiripa, le llamaban los nativos al espíritu que los amedrentaba y al que solían presentarle ofrendas para apaciguar su furia. Así pues, mucho antes de que la Santa de Cabora resucitara entre los yaquis, mucho antes de que entre los lodos de Nuevo León el niño Fidencio curara a los enfermos a naranjazos, los habitantes de Parras ya conversaban con el más allá. Más que un terso diálogo, se trata de una encarnizada lucha entre elementos católicos y profanos. Una guerra tan vieja como la ciudad misma.
Como ejemplo basta un testimonio escrito por el sacerdote jesuita Francisco Javier Alegre, en 1767, y confiscado ese mismo año, cuando fue expulsado, con todos sus compañeros jesuitas, de la Nueva España. El testimonio dice: "…en un pueblo se oyeron de noche unas voces lastimosas que pedían socorro, de un indio que era violentamente arrastrado al monte por una mano invisible. Siguiéronle, y con ellos dos padres, hasta una quebrada llena de concavidades y rocas tajadas, que aún de día ponía horror verlas. Encontraron al indio sin señal alguna de vida, hasta que después de largo rato volvió en sí y pidió el bautismo, que se le concedió como a otros cientos. Con esta ocasión se hallaron allí muchos sepulcros llenos de cabezas y huesos humanos, que los indios cubrían con muchas piedras porque no se les apareciesen sus muertos. Estaban las peñas del mismo monte señaladas con caracteres formados de sangre, en partes tan altas que no podía otro que el demonio haberlas formado tan firmes y bien asentadas, que en muchos años ni las aguas ni los vientos las han borrado o disminuido. Se hizo solemne procesión a la dicha cueva, y hechos allí los exorcismos y bendiciones de la iglesia, se dijo misa y colocó una cruz en el mismo lugar, que se llamó por allí adelante la Peña de Santiago, por haber sido esto en su día, y después acá han cesado los espantos…"
Aquella crónica, escrita en estas tierras hace más de doscientos años, contiene el mismo germen que los testimonios que él ha recopilado a punto de terminar el siglo XX, luego de meses de andar de pueblo en pueblo cada fin de semana. Una historia de muerte y resurrección. De miedo y fe.
"Los laguneros vivían en un continuo estado de terror a la muerte", escribió Pablo Martínez del Río casi medio siglo antes en un estudio publicado por la UNAM. No fue el viejo historiador el único en lanzar esa afirmación. Según las antiguas crónicas jesuitas, incluyendo el famoso libro de don Andrés Pérez de Ribas, Triunfos de nuestra Santa Fe entre las gentes más bárbaras y fieras del nuevo Orbe, los nativos que vivían en la región de Parras temían tanto a la muerte que no se atrevían a presenciar el fallecimiento de sus seres queridos, pues estaban convencidos de que la muerte podía contagiarse: quien veía morir a alguien sería el próximo en irse. Por eso, cuando alguien agonizaba le llevaban, todavía vivo, a un lugar alejado del asentamiento, donde le abandonaban. ¿No indica eso que los indígenas laguneros vislumbraban ya los misterios que separan a la vida y la muerte, enigmas que, ya entrado el siglo XXI, siguen desvelando a médicos, científicos y religiosos?
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