El Síndrome de Esquilo
El viernes pasado, Jaime Muñoz Vargas cumplió cincuenta años. Una razón para congratularse. En una época en que muchos escritores lo son sólo de habladas, Jaime ha sabido hacer, sin muchos aspavientos, una obra sólida que va del cuento al ensayo a la novela. Nacido en Gómez Palacio, Durango, en 1964, se dedica a la literatura, la academia y el periodismo cultural. Ha coordinado talleres literarios en la Universidad Iberoamericana Laguna, además de laborar para el archivo histórico Juan Agustín de Espinoza, S.J., de la misma institución. Estudió comunicación y tiene una maestría en historia. Es autor, entre muchos otros libros, de El augurio de la lumbre, (cuentos), Pálpito de la sierra Tarahumara (poesía) y El principio del terror (Novela), Las manos del Tahúr (cuento) y el muy reciente Polvo somos, cuentos de futbol (cuento). Entre la decena de premios nacionales que se ha echado al bolsillo, podemos mencionar que en 1989 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa Joven y en 2006 obtuvo el VI Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo, el Premio Nacional de Cuento Sobre Rieles y el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Para festejar estas primeras cinco décadas de fructífera creación, quiero rescatar aquí el texto con el que presenté la segunda novela de este autor, que es una de mis favoritas. Una novela beisbolera, impecable, llena de sol.
Juegos de amor y malquerencia rescata de entre el polvo comarcano un paréntesis en las historias de diez hombres solos que arrastran su vida hasta la Hacienda de Santa Teresa (cerca de San Pedro de las Colonias), y terminan al servicio de la bonanza algodonera de la segunda década del siglo pasado. Estos hombres, que ahogan sus tardes en sotol y cigarros, que cantan canciones bajo un pinabete, son, además de un equipo de beisbol, los protagonistas de la novela: a la menor oportunidad, se desfogan por la vía gastronómica. Esa proclividad a la tragazón y al trago se revela en párrafos como el siguiente, que aparece en la página 109, en donde "se habían acabado los quintos de la apuesta en sotol, tigres y tragazón hasta que otra vez estuvieron en las mismas de más antes (...) de a ratitos jugaban beis para que no se les entumieran las manos".
La novela, ganadora del Premio Jorge Ibargüengoitia 2001, es desde el comienzo un desafío: hábil como es para la prestidigitación verbal, Jaime Muñoz nos ubica de un plumazo en el terreno cenagoso entre memoria e invento, con una frase monolítica: todo es relato y ambas disciplinas, historia y literatura, se prestan y se quitan con descaro.
Queda claro que el autor sabe tirar con efecto y lo aprovecha: en vez de ostentar su lugar incuestionable desde el montículo del recreador de la historia, sumerge a los lectores en una espiral de firmas: atribuye a una y otra la paternidad del cuerpo del relato, de modo que para la página 20 se ha cambiado ya tres veces de narrador. Así, las palabras adquieren un carácter de voces colectivas, casi anónimas, y rescatan las anécdotas como sucede con las historias que llegan hasta nuestros días después de pasar de mano en mano. Juegos de amor y malquerencia se construye con habla coloquial: no podría ser de otro modo. Las crónicas informales de la época aún llegan a nosotros con voces terregosas que amalgaman Internet y adobes, parabólicas y carbón de mezquite. Dos cuartillas después Muñoz Vargas da un salto y nos deja frente a los beisbolistas. Escuchamos entonces las resonancias cardenches en la voz de Cheto Quezada, (alias la marrana) las preguntas de Jenovevo y las decisiones a rajatabla de Catarino Ventura. Este uso de diálogos nos ubica dentro de las pláticas, asistimos a los momentos emotivos de la historia, que de otro modo nos llegarían diluidos. El rescate del habla coloquial no excluye el uso de otros recursos literarios: a cada párrafo brotan imágenes, metáforas y giros lingüísticos que enriquecen el texto, por ejemplo: "Dicen que don Marcial Ibarra nomás se agarró la mandíbula como sobándose los malos pensamientos, como sabiendo lo que ya sabía".
Los habitantes del libro construido por Muñoz Vargas son personas, no fantasmas: el autor los humaniza, habla de ellos, les rebana sílaba por sílaba su condición de estereotipos. Habría que sumar las resonancias cardenches que pueblan las páginas, las evocaciones al sol y al polvo laguneros, las imágenes que brotan como cactos y los cactos que brotan como imágenes, los jits, las carreras y los tragos, las metáforas, imágenes y otros recursos literarios a este nuevo triunfo de entre la mejor literatura que se cultiva en la Comarca. Esta vez los tereseros ganaron jugando en casa.
Twitter: @vicente_alfonso