Al tiempo de la indignación, que no ceja, le ha seguido el de las propuestas sobre qué hacer con el desconsuelo y el enojo que despertó en tantos la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa. Cimbrados por lo ocurrido, muchos buscan provocar cambios antes de que la rutina nos vuelva a adormecer.
Este fin de semana supe de una acción concreta, inspirada por este ambiente, que aunque parezca pequeña y sin gran trascendencia, es de las que creo que serán indispensables si queremos algún día vencer esta violencia que se nos pega desde hace años.
Ocurrió en un pueblo, en Morelos, no lejos de Cuernavaca. Hace unos meses, a plena luz del día, policías federales sorprendieron y detuvieron a un buscado líder del crimen organizado que circulaba sin escoltas por una céntrica calle de la localidad. En un cruce de tres calles, conocido como Las Esquinas, varios automóviles le cerraron el paso a una camioneta y sin un disparo de por medio se llevaron al conductor y a su acompañante. -Fue en cuestión de segundos- me contó don Alejandro, dueño de uno de los comercios. -La mujer que yo estaba atendiendo apareció de repente acostada junto a mí detrás de los refrigeradores-. De momento nadie supo si acababan de ser testigos de un secuestro o de una detención. Minutos después cuando regresaron por la camioneta que había quedado atravesada en plena calle un hombre se identificó como policía.
Ese fin de semana no se hablaba de otro tema. La de los jugos, el carnicero y don Alejandro no salían de su estupor y aunque rejegos contaban a quién se los preguntaba, más lo que no vieron, que lo que sí. Pasó el tiempo y este fin de semana me contaron la secuela. Hace unas semanas los visitaron unos hombres trajeados. Fueron a pedirles, con modos muy amables, que no abrieran sus negocios el viernes 31 de octubre porque ese día las autoridades iban a hacer una reconstrucción de cómo se había dado la detención. Les dijeron que puesto que ellos no habían visto nada y no habían ido a declarar pues lo mejor era que mantuvieran ese día las cortinas bajadas. No hubo amenazas, incluso les ofrecieron pagarles lo que dejarían de ganar ese día. "Lo más fácil hubiera sido cerrar", me dijo don Alejandro, "pero después de lo de Iguala uno la verdad se lo piensa". No se consultaron entre ellos por miedo, pero a uno se le ocurrió pedirle a las autoridades una carta donde se les avisara formalmente a los comerciantes y vecinos que se iba a llevar a cabo la reconstrucción y los conminara a mantener los negocios abiertos. La carta se hizo y todos pegaron una copia en sus comercios y en las esquinas. El viernes se llevó a cabo la reconstrucción con todos los negocios abiertos. Me lo contaron orgullosos. Insisten en que no vieron nada y que las autoridades sólo les preguntaron nimiedades, pero tenían la actitud de quien sabe que ganó una batalla. Y me lo repitieron varios -es que después de lo de Iguala- o -con los muchachos desaparecidos ni modo de cerrar oiga-.
Puede parecer poco, a mí me cambió el ánimo. Saliendo de la zona me volví e imaginé lo que hubiera sido la reconstrucción en un sitio deliberadamente abandonado y vacío. Así debe haber sido la inmensa mayoría de las veces, derrotas aparentemente insignificantes que fueron poco a poco construyendo nuestro mayúsculo descalabro.
Hay quienes piensan, y no les faltan argumentos, que México está en una decadencia de la que no saldrá en generaciones. Puede ser. Pero aún si así fuera nos toca empezar a recuperarlo desde ya. Y eso no lo vamos a lograr atrincherándonos en nuestras casas temerosos, ni huyendo a la frontera más cercana. Lo conseguiremos, entre otras cosas, con la suma de pequeños gestos como la de un grupo de comerciantes el viernes pasado en una comunidad cercana a Cuernavaca.