El movimiento anulista de 2009 planteaba la creación de nuevos mecanismos de rendición de cuentas de la clase política, además de instrumentos de participación ciudadana. Se decía en ese entonces que los votos nulos no servirían de nada, pues no tendrían ningún efecto jurídico ni político. Que si la partidocracia era insensible, como se destacaba, no haría el menor caso a los anulistas. No fue así exactamente. Para empezar, los partidos reaccionaron en un primer momento con sumo enojo descalificando como antidemocrático el movimiento, siendo que ése es un derecho reglamentado en numerosas democracias, incluso con algunos efectos jurídicos.
Pero el enojo reflejaba que no les tenía sin cuidado el alejamiento de los varios ciudadanos. No habían reaccionado así ante el abstencionismo, pues éste no hace ruido, puede ocurrir por muchas causas y refleja desinterés más que protesta o enojo. Y por lo mismo la abstención no genera presión sobre los partidos; el voto nulo, como se vio, sí genera presión, aunque dependiendo de su magnitud.
Y es que el voto por algún partido otorga legitimidad a la partidocracia en general; representa un visto bueno sobre lo que hacen -o no hacen- los partidos y legisladores, así como autorización para seguirlo haciendo. Pese al cinismo y lo que a veces parece una actitud autista, los partidos requieren de legitimidad. Con todo el descontento ciudadano (que se refleja en las encuestas), el voto por cualquiera de los partidos legitima al sistema partidario en su conjunto, y de eso vive. Con un amplio margen de legitimidad derivada del voto, los partidos se sienten autorizados para seguir incurriendo en sus habituales abusos, servirse con la cuchara grande y mantener su impunidad (la que ofrecen a sus militantes e intercambian entre sí). No deja de ser paradójico y contradictorio que según las encuestas, entre 80 y 85% de ciudadanos dice no sentirse representado por ningún partido, pero muchos de esos ciudadanos emitieron su voto por alguno de ellos, con lo cual establecen legalmente un vínculo de representación. Quien en estricto sentido no está representado por nadie son los que se abstienen de votar o anulan su voto. Pero los que votan están representados con todo lo que implica (como autorizar a sus representantes a tomar decisiones en su nombre). Y justo por eso, con 63% de participación electoral (en 2012), los partidos se sienten legitimados como para seguir por donde van (supersalarios, moches, bonos, financiamiento excesivo).
El movimiento anulista de 2009, pese a haber representado sólo 5% de quienes asistieron a urnas, generó una reforma política; gobierno y partidos mayores reconocieron la creciente brecha entre ciudadanos y partidos que reflejó ese movimiento, y aceptaron dotarnos con algunos instrumentos de rendición de cuentas (como la reelección legislativa, y las candidaturas independientes) y figuras de participación directa (como la iniciativa ciudadana y la consulta popular). Lo cual sugiere que un voto nulo más nutrido podría ejercer una presión más eficaz sobre la partidocracia. Y es que en las legislaciones secundarias se desnaturalizó la eficacia de ellas. Las consultas ciudadanas, además de haber sido apropiadas por los partidos, no servirán de gran cosa tras la decisión de la Corte de limitar sus posibilidades. La posibilidad de reelección, además de haberla hecho extensiva a los diputados plurinominales, recaerá primero en partidos que en ciudadanos. Habría que volver a presionar a los partidos, escatimándoles en los hechos su legitimidad (y no sólo en las encuestas) para que revisen la legislación de las figuras de democracia participativa, además de dotarnos de nuevos y más efectivos mecanismos para exigir cuentas a nuestros representantes y a los propios partidos. De lo contrario, seguirán exactamente por el mismo camino.