A los símbolos los usamos para representar a la realidad; con ellos, estructuramos los paradigmas que norman nuestros comportamientos; si fuera un escrito sobre terror, diríamos que nos acechan, están en todas partes agazapados, tanto así que en el siglo XX han surgido ciencias especiales que se encargan de estudiarlos como la Lingüística y la Semiótica, desde antes, la Hermenéutica; la Gramática legisla sobre su uso, lo mismo que la preceptiva informa sobre algunas reglas que hay que seguir para elevarlos al nivel del arte.
Nuestra capacidad mental ha inventado el mundo de los símbolos. Su definición es sencilla: algo que representa otra cosa. La mayoría de las veces, la realidad se nos escapa, entonces recurrimos a su representación para poderla manejar.
El mundo de lo simbólico se encuentra en los semáforos. El rojo representa alto y peligro. Si no haces el alto cuando el rojo te lo indica, te encuentras en peligro; pero también ese rojo, en la ropa interior que te pones en el año nuevo, te puede traer buena suerte.
Para terminar pronto, sin los símbolos sería imposible comunicarnos. El lenguaje es un mundo de símbolos. La palabra escrita te remite a la palabra hablada que te remite a la idea. Al lenguaje español se puede traducir el inglés o cualquier otro lenguaje. Hay libros que llegan a nosotros después de múltiples traducciones, con las posibles distorsiones que eso puede significar.
Ningún ser humano asistió a la creación del mundo y sin embargo existen relatos que cuentan lo que pasó; este tipo de historias conforman las mitologías y de alguna manera o de otra han servido para estructurar nuestra comprensión del universo. Rea representa a la tierra y Cronos, al tiempo, y pueden ser los primeros seres mitológicos que le surgieron a los griegos cuando se pusieron a pensar en la historia del mundo (tierra y tiempo unidos); en otras civilizaciones, las inventaron de otros modos, pero a fin de cuentas servían para lo mismo, para situar al hombre en la vida y el mundo y darle una finalidad, dotarlo de cultura.
Los símbolos representan y nos representan. Nos vestimos de cierta manera para representarnos: los ornamentos litúrgicos son una muestra de ello, pero también lo es el traje o el vestuario sport, o todo lo demás con que arropamos nuestro cuerpo. Al vestirnos, queremos decir algo de nosotros.
Todos los utensilios que utilizamos pueden cumplir dos funciones: el de herramienta o el de simbolizar. El auto nos mueve, pero también representa un status. El dinero nos permite comprar, pero también representa poder. Tu casa es el lugar donde te refugias, pero también representa un nivel social, nada se salva de servir como símbolo.
Aquellos que repudian a los símbolos, nunca se podrán desprender de ellos; hablan y escriben, usan símbolos. La bandera representa la patria: un lugar donde vive una comunidad que comparte una misma historia. La reforma intentó abolir los símbolos y la contrarreforma hizo profusión de ellos a través del barroco. El símbolo es parte de la cultura; cuando se viaja, se va en busca de lo simbólico, en los monumentos, en los museos, en los objetos, en las historias.
Ya lo dijimos al principio, el símbolo nos remite a otra realidad. El riesgo que se corre es creer que el símbolo es la realidad. Eso sucede con cierta frecuencia y produce el fetichismo. En el símbolo, agotamos la relación con la realidad.
Las fórmulas matemáticas son símbolos de la realidad, los de la física y la química, lo mismo. El científico trabaja las fórmulas antes de enfrentarse a la materia y después corrobora lo falso o verdadero de su conclusión con la realidad misma.
El mundo de la ficción es el mundo de lo simbólico por excelencia, comenzando por el arte. En la ficción, representamos realidades no ciertas que se pueden volver ciertas. Esa es la genialidad de autores como Julio Verne, o los que diseñaron las utopías. Se representaron mundos posibles y se hicieron realidad.
El símbolo nos acecha, que poco se sabe de ellos.