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Ensimisma-miento

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Ensimisma-miento

Ensimisma-miento

Adela Celorio

Que nada cante más allá ni más acá de la vida

Guillermo Fernández

Escaparme, poner distancia, volar algunos miles de kilómetros, trasegar maletas, caminar sin rumbo, perderme en ciudades desconocidas, buscar una respuesta para lo que no tiene respuesta, hacer un hueco a mi cuerpo para que respire, a mi alma para que se sosiegue; todo un periplo para volver al punto de partida. Nada se encuentra cuando se está confundido, uno no sabe lo que busca.

Sin que la tempestad emocional haya amainado, he vuelto a arroparme entre mis cosas queridas: un noble y apolillado escritorio, la pequeña caja donde guardo los rizos que alguna vez corté a la melena de un ángel, los libros que me esperan sobré la mesita de noche, el café de la mañana, el aroma de la hierbabuena en el jardín; y Chona, mi fiel perrona.

Ahora en mi casa y a solas conmigo me regodeo en el ensimisma-miento. Para ponerle sal a la herida busco la caja desvencijada donde durante años he amontonado las viejas fotografías que reviven nuestros mejores momentos; aquellos en los que mi Querubín y yo aparecemos jóvenes y bonitos: en alguna boda, junto al árbol de Navidad, en la nieve, en la playa.

Miro y remiro las últimas fotos que nos hicieron a bordo del catamarán en el que apenas el pasado mes de marzo navegamos en el mar iridiscente de Cancún. Los dos aparecemos cercanos y amorosos. Sumergidos y con los tanques de oxigeno en la espalda; un pez-fotógrafo nos hizo lucir como expertos buceadores cuando en realidad nos tuvieron que rescatar porque estábamos sufriendo un ataque de pánico. Después del soponcio, aparecemos tranquilos y abrazaditos en cubierta. Todo parece tan idílico y sin embargo, no hay nada más falso que las fotografías. “¡Acérquense!”, ordenaba el fotógrafo, y nos acercábamos. “Dele un besito a su esposa”, y él me besaba.

Bronceados y sonrientes, aparentemente felices nos captó la cámara cuando la verdad es que ya los dos sentíamos a la muerte agazaparse entre nosotros. Reanimado por el ambiente salobre y el oxigeno de la playa, mi Querubín hacía sus últimos esfuerzos por vivir. Nada tan tramposo como la memoria cuando se empeña en hacer con los recuerdos una especie de photoshop para que todo pasado parezca perfecto.

“Es sólo una etapa, pronto pasara”, asegura mi loquero, aunque yo no sé si quiero que pase. Estoy descubriendo además, que es cómodo relamerse las heridas. Después de todo, los tristes no estamos obligados a nada.

Los hijos y las amigas se ocupan de mí, me obsequian flores, pastelillos, chocolates. Me sacan a airear. Puedo asegurar cualquier cosa y también lo contrario sin que nadie se atreva a exigirme congruencia. Sólo me miran, me abrazan, me consienten. Me vuelvo díscola y me cuido a mí misma como si fuera un bebé: que el bebé quiere dormir; que duerma, que el bebé quiere comer; que coma. Que no quiere ver a nadie; pues se cierra la puerta y ya.

A pesar de mi ensimisma-miento, estoy consciente de que en mirar hacia afuera y procurar la cercanía de los otros se encuentra la plenitud. Tengo muy claro que no voy a quedarme quieta a esperar mi fecha de caducidad. Pase lo que pase, lo que toca es la vida. Toca aprender de la naturaleza que renace tercamente. Toca procurarme nuevas curiosidades, nuevos asombros, nuevos amores. Cualquier mañana me levantaré con ánimo de reinventarme como lo he hecho tantas veces.

Aún hay tanto por ver, tantas asignaturas pendientes. ¿Sola? Pues sí, por qué no si mirándolo bien La lealtad verdadera/ es apearse del burro/ y desmontar la quimera. Sin duda llegará el momento de volver a subirme al tren de la vida; aunque por ahora me dispongo a dejarme querer porque estoy descubriendo que también la tristeza tiene sus beneficios.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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