Las reformas transformadoras impulsadas por los partidos políticos desde el Pacto por México instrumentado por el presidente Peña Nieto, crean un nuevo marco para el desarrollo de nuestro país.
No son pocas las actividades de la vida nacional impactadas por la nueva legislación: educación, telecomunicaciones, fiscal, financiera, política y ahora energética.
Esta semana, al consolidarse la más debatida y trascendente reforma para la economía nacional, los discursos y análisis hablan de que se ha cubierto la agenda inicial del gobierno, aunque se anuncia una próxima reforma en materia agraria.
En realidad, además de todo lo anterior, que busca mejorar la normatividad sustantiva, falta voltear la cara también a lo adjetivo, falta una reforma estructural urgente y de primer orden, sin la cual, todo lo anterior puede perder impulso.
Una reforma que debe ir dirigida a atender la imperiosa necesidad de concretar los esfuerzos del Ejecutivo federal para que sus resultados, ampliamente esperados, debatidos, criticados, apoyados, por los más diversos sectores de México, realmente se traduzcan y afloren en una nueva dinámica de la economía.
Sin esa reforma, no podrá fortalecerse el mercado interno para generar más empleo, mejor remunerado. No podrán concretarse las inversiones, ni mejorar la calidad de vida general.
El gobierno de Enrique Peña Nieto debe centrar su atención, esfuerzo y pasión, en crear un círculo virtuoso que empiece por el ejercicio oportuno del gasto público, por la prestación eficaz de servicios y por la ejecución eficiente de la obra pública. Todo esto en un marco de transparencia.
La vocación genuina de cualquier gobierno debe ser cambiar la realidad, no sólo las leyes.
Aterrizar las reformas, requiere de una adecuación de la normatividad y las estructuras administrativas del gobierno federal, para eliminar el desorden y la maraña regulatoria creada en los doce años pasados, que es actualmente una camisa de fuerza que obstruye la tarea pública.
Hoy, los servidores públicos padecen una regulación que no les permite hacer un mejor gobierno. Hoy, algunos tienen miedo de firmar cualquier contrato o instrucción, porque les aterra una consecuencia futura.
En un gobierno moderno debe haber eficacia administrativa, y al mismo tiempo respirarse una transparencia ejemplar. La normatividad heredada, ni castiga casos de corrupción, ni permite eficacia gubernamental. El peor de dos mundos.
Casos de subejercicio presupuestal, falta de decisión de servidores públicos y miedos para operar con criterio ejecutivo, son resultado de una norma que ahoga, en vez de facilitar la acción pública.
Ejemplos lo constituyen cuando menos siete leyes: la Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal, que se promulgó, más con sentido partidista que administrativo; la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos; la de Obras Públicas y Servicios Relacionados con las Mismas; la de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público; la Ley Federal Anticorrupción en Contrataciones Públicas; la de Asociaciones Público Privadas, y, sin duda, la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal.
Hay que emprender una gran reforma de la administración pública federal, para que las convicciones del ejecutivo y del legislativo no sean ley muerta, sino derecho positivo.
No hacerlo, es condenar al país a contar con buenas intenciones promulgadas como ley, pero no mejores prácticas transformando vidas.
Las recientes reformas aprobadas, requieren con urgencia de la actualización administrativa para aplicarlas.
México, desde hace varios años ha estado en un estancamiento que lo ha llevado a un continuo retroceso y deterioro en el nivel de vida de su población. Hoy, un nuevo marco normativo debe considerar, que tan importante es lo sustantivo, como lo administrativo.
Ya tenemos reformas estructurales, ahora, hagamos que operen.
@EMoctezumaB
emoctezuma@tvazteca.com.mx
Presidente Ejecutivo de Fundación Azteca