Si bien el calendario marca el próximo miércoles como el fin de año, la gran interrogante es si marca también el fin de una era.
Más allá de los errores cometidos por el conjunto de la clase política frente a la crisis que hoy mantiene en vilo al país, tal descompostura se perfilaba desde hace tiempo. Los gobiernos y los partidos lo sabían. La impunidad criminal, la pusilanimidad política y la desigualdad social, acompañadas de la creciente pérdida de la legitimidad de gobernantes y representantes, pronosticaban el escenario donde hoy se hunde el país.
La gran interrogante es si frente a la dimensión y la combinación de la crisis actual -ésta es una crisis de crisis: política, económica y social-, el gobierno y los partidos tienen el coraje de afrontarla de un modo distinto o si, como en muchas otras ocasiones, intentarán remontarla sin resolverla.
De manera cíclica, el país afronta crisis tras crisis prácticamente desde el diazordacismo. La friolera de cuarenta años, donde de la ilusión se pasa a la desesperanza y el desánimo nacional.
A excepción de la de 1994 y de la actual, las crisis sexenales han tenido un carácter político o económico y, sobre la base de medidas de emergencia, pequeñas reformas o concesiones, se remontaba la situación sólo para, en el ciclo siguiente, caer de nuevo. La de hace veinte años y la actual son las peores por su carácter combinado que bate ingredientes políticos, sociales y económicos, colocando al país al borde de la fractura.
Escapó a esa circunstancia Vicente Fox. Ese sexenio, como ningún otro, tuvo una oportunidad de oro para convertir la alternancia en alternativa. Sin embargo, el gobierno y Acción Nacional renunciaron a emprender esa tarea. Fox contó con legitimidad en su mandato, condiciones económicas espléndidas y ánimo nacional, pero su frivolidad aniquiló la posibilidad de dar el salto.
Fuera de esa ocasión, todos y cada uno de los sexenios referidos han concluido o empezado en situación crítica. El gobierno sucesor ha tenido por desafío recomponer de manera limitada la circunstancia y sostenerse en Palacio no intentando hacer cosas, sino implorando que nada ocurra.
Tal ha sido la constante que ha habido mandatarios que presumen como mérito que no se les haya deshecho el país en las manos.
Una diferencia de la crisis actual es que ocurre al término del primer tercio del sexenio, luego de haber generado grandes expectativas y teniendo en puerta la elección intermedia, pero además, la renovación de nueve gubernaturas y nada más y nada menos que mil 9 ayuntamientos y 641 diputaciones. Estalló no al inicio ni al final del sexenio, sino al concluir el primer tercio del mandato.
En el fondo, la crisis actual a nadie toma por sorpresa. Sus componentes, impunidad criminal, pusilanimidad política y desigualdad social con ribetes de complicidad, cinismo y violencia, estaban a la vista. Pese a ello, el gobierno y los partidos intentaron, sobre la base del acuerdo cupular, emprender reformas a nivel legislativo, descuidando al volcán social en erupción que constituía y constituye la realidad de estos días.
De ahí la importancia de definir cómo quiere la clase política cerrar este capítulo, mirando al calendario o la historia, construyendo futuro o alargando un presente que cualquier incidente o desbordamiento puede convertir en una pesadilla, peor a la vivida este último trimestre.
En estos días es evidente que muchas de las fórmulas aplicadas para remontar las anteriores crisis fueron insuficientes.
El refinamiento del sistema electoral sin introducir cambios de fondo en el régimen político creó la ilusión de "la normalidad democrática", así como el espejismo de que la transición tocaba su fin. Las multimillonarias prerrogativas a los partidos políticos no contuvieron el ingreso de dinero sucio en las campañas, como tampoco los altos salarios de la casta dorada de la burocracia contuvieron el acendramiento de la corrupción. Por el contrario, dieron lugar a la perversidad política y a un mayor distanciamiento de los gobiernos y los partidos de la ciudadanía.
La alternancia no bastaba para construir la alternativa y sí, en cambio, dio lugar a un juego de turnos sin sentido en el poder. Se comenzó a ejercer el no poder, a ganar elecciones sin conquistar gobiernos. El cambio de nombre de los programas sociales no modificó las políticas sociales ni abatió la pobreza, menos la desigualdad; en instrumento electoral se convirtieron. El avance del gobierno dividido -el Ejecutivo en unas manos, el Legislativo en otras- no fue garantía de equilibrio entre los poderes y acuerdo político. En fin.
La incapacidad de visualizar de forma integral la reforma del Estado y la falta de voluntad para modificar conductas, y no sólo leyes, vinieron a estallar ahora. El detonante, pero sólo el detonante, fue la matanza de los cuarenta y tres normalistas, el explosivo lo puso la aventura policial y militar sin estrategia, emprendida irresponsablemente por Felipe Calderón.
Los resultados están a la vista: otra vez el país se balancea frente a un abismo. Esta vez, quizá, de una profundidad superior a las anteriores.
Hasta hoy, el gobierno y los partidos políticos han caído en la tentación de aplicar las mismas viejas fórmulas que no han resuelto el problema de fondo.
El gobierno propone más iniciativas legislativas sin cuadrarlas en un sistema, más medidas administrativas de muy costosa y dudosa realización, más operativos y un teléfono de emergencias que, al menos en su arranque, será sólo de quejas, mientras endurece el discurso político y afloja la práctica, la acción decidida. Los partidos fingen demencia frente a cuanto ocurre, concentran su atención en los puestos que estarán en juego el año entrante y prometen blindar a los candidatos sin darse cuenta que el problema no está ahí y como si el proceso electoral -el botín de sus delicias- no estuviera en peligro.
De ahí la importancia de saber si la clase política mira el calendario sin mirar el tiempo.
ÁTICO DELGADO
La evidencia es clara: el país afronta una crisis de crisis. La interrogante es si la clase política mira el calendario o el tiempo.