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Pobre Jacinto

El día comienza con el cantar de los gallos, las nubes en el cielo son nidos de palomas, la luz penetra todo, el hermoso sol ilumina mis memorias, la esperanza del día se irá con la pereza de la oscuridad, sólo destellos de vida en un universo infinito.

Siento mi respiración fluir lentamente, mi cuerpo empieza a caer como una piedra en un estanque, mis parpados se cierran. Estoy de nuevo caminando en este agreste camino, sólo mezquites secos y tierra agrietada a mi alrededor, el sol quema mi alma. ¡Tengo mucha sed!, mi boca está reseca, despido ese tufo agrio, podrido, que sale de mis entrañas ¿Dónde habrá un pueblo?, tengo sed. ¡Me pueden dar agua! Quiero una gotita de agua, mi lengua está blanca, está reseca.

A ratos pienso en una casa, es de adobe con techos de quiote, está destruida, no hay rastros de vida, sólo hierba seca en su interior. Buenas tardes, vive alguien aquí, grito bien fuerte, pero nadie contesta nada, ¡tengo sed, por favor ayúdenme! Sigo caminando hacia ningún destino, voy a todas partes y a ningún lugar, me estoy cansando, mi cuerpo está cuarteado, débil, ya no soy cuerpo, soy sed, ¿hasta cuándo encontraré vestigios de vida?, porque donde hay vida hay agua, ¿qué no?

Esta soledad empieza a inundar todos mis poros, ya no siento mi corazón latir, creo que voy a desfallecer, el silencio está matando mis células una por una, mi vista comienza a ser monótona, veo pura tierra agrietada y mezquites secos, este camino me conduce a la nada, a la nada; ya me cansé de caminar, de hablar con el silencio, de tener sed, es como un camino sin principio ni fin.

Desde que se fue mi esposo al otro lado y jamás regresó, el Jacinto me ayudó mucho. A mis chamacos los quería bastante, le confesaré algo comadre, pero que quede entre nos, el más pequeño de mis retoños es hijo del Jacinto, por eso lloro desconsoladamente. Yo quería mucho a Jacinto, él fue el amor de mi vida; todo comenzó en una tarde calurosa, la recuerdo bien, él venía de la labor de azadonar su parcela de maíz, estaba sudado, despidiendo ese olor agrio de su cuerpo, me pidió un poco de agua y no se la negué, él me vio profundamente con sus ojos tristes, fueron como una maldición, desde ahí ya no me lo pude sacar de la cabeza.

Todas las tardes lo esperaba para darle un poco de agua, hasta que un día me agarró y me hizo suya, yo no quería comadre, pero mi corazón me venció, esto se hizo costumbre hasta que mi esposo nos encontró: Yo estaba recostada arriba de él, jadeando de felicidad, sudando de placer, cuando de pronto apareció mi esposo de la nada y nos quería matar con un hacha. Lo bueno que el Jacinto lo madrugó; le cortó una mano con su machete, le empezaron a salir borbotones de sangre negra, fue horrible. Para que éste no sufra, me lo echaré de una vez, dijo el Jacinto. Le asestó un mero machetazo en el cogote, y ahí cayó, maldiciendo, hablando muchas barbaridades. Esperó a que fuera de noche para llevar el cuerpo a un camino despoblado, allá donde hubiera puros mezquites secos y el suelo estuviera agrietado.

Mi viejo jamás se fue al otro lado, su alma descansa en paz en un camino triste y desolado. Nomás el Jacinto sabía el lugar, siempre fue un secreto que guardó muy bien, por eso lloro amargamente comadre, porque al Jacinto yo lo quería mucho, tanto, que guardé este secreto celosamente hasta el día de su muerte.

Rubén Arturo Torres,

Ejido Pamplona, Durango.

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