No deja de haber algo engañosamente tranquilizador en la noción de que Guerrero vive una "crisis".
En imaginar que el transcurso de su normalidad ha topado de pronto con un trance o desequilibrio, en concebir la tragedia de Iguala como una anomalía sin paralelo, en representar la violencia contra los estudiantes de Ayotzinapa como un punto de quiebre a partir del cual las cosas tendrán que ser distintas.
Es engañosamente tranquilizador porque plantearlo en esos términos supone que estamos ante la insólita desestabilización de una entidad pacífica y en orden, que lo ocurrido el 26 de septiembre constituye un caso excepcional y que hay razones fundadas para creer que, de aquí en adelante, algo va a cambiar. Y es que no, no es así. Ni la historia de Guerrero, ni la actualidad mexicana, ni el porvenir que anticipa la respuesta de las autoridades avalan ninguno de esos supuestos.
En primer lugar porque, como supo sintetizarlo hace poco el historiador Carlos Illades (autor de una muy útil Breve historia de Guerrero, publicada por el FCE y el Colmex en 2000), "la emergencia ha sido la condición permanente del estado de Guerrero". Sea por la persistente desarticulación producto de su agreste geografía, por los profundos rezagos que ha padecido y aún padece la mayor parte de su población, o por el secular desarraigo de las instituciones estatales en su territorio, lo cierto es que la historia de Guerrero ha sido la historia de una muy conflictiva periferia en la que convergen la precariedad económica, la inestabilidad política y la movilización social. En esa tierra curtida en el fuego cruzado de múltiples arbitrariedades, de caudillos, rebeliones, caciques, guerrillas, miseria y narcotráfico, lo de Ayotzinapa es muy grave pero está lejos de ser un hecho sin precedentes.
En segundo lugar, porque entre fines de 2006 y mediados de 2014 han desaparecido más de 22 mil personas en México. Es decir, llevamos poco menos de 8 años con alrededor de 240 desaparecidos al mes, lo cual equivale a un contingente como el de los 43 normalistas de Ayotzinapa cada 6 días.
Y en términos de tendencias, como recientemente documentó el equipo de Data4, la tasa anualizada de desapariciones en lo que va de 2014 es mayor a la de 2011 en 333 municipios (http://j.mp/32alarma). Más aún, en 32 de ellos la tasa ha crecido constantemente durante los últimos tres años, tal y como ocurrió en el municipio de Iguala antes de Ayotzinapa (http://j.mp/l16dqaA). Lo dicho: el caso es escalofriante, pero visto en el contexto de la actualidad mexicana no resulta particularmente excepcional.
En tercer lugar, si con el Pacto y las reformas el gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido como un pavorreal, en cuestiones de seguridad ha sido más bien como una avestruz. Salvo por situaciones límite en las que no le ha quedado de otra, como en Michoacán, el Presidente ha optado por hacer como si el problema se resolviera dejando de hablar de él. No tiene diagnóstico ni objetivos claros, improvisa políticas sobre la marcha, no tiene nada sustantivo que decir ni ningún cambio significativo que ofrecer. Lo titubeante y descolocado que se ha visto tras los sucesos de Iguala confirma que, en esta materia, el peñanietismo es la continuación por default del calderonismo, pero sin la vehemencia de Calderón. Lo mismo, pero más discreto.
Lo de Guerrero no es una crisis, es algo peor. Es la constatación de que la mexicana es una sociedad que no se conoce a sí misma, que no ha sabido reaccionar ante la catástrofe de los últimos años y cuyo gobierno está divorciado de su realidad cotidiana. No es una crisis: es una aterradora normalidad con respecto a la cual, aparentemente, apenas estamos cayendo en la cuenta.
Profesor Asociado en el CIDE
Twitter: @carlosbravoreg