Hace casi 20 años, en un ensayo publicado en Política y Gobierno (http://j.mp/ NFcFGg), Alonso Lujambio formuló dos preguntas: por qué no ha habido partidos políticos en México y cómo sería el sistema de partidos mexicano si hubiera elecciones limpias. No se refería a entidades que tuvieran el nombre sino a instituciones que desempeñaran la función de partidos, es decir, organizaciones constituidas como aparatos electorales que representaran alternativas y se disputaran efectivamente el poder. Las respuestas de Lujambio eran, por un lado, que la hegemonía autoritaria del PRI había inhibido el desarrollo de partidos de oposición competitivos, arraigados y profesionales; y, por el otro, que el futuro del sistema de partidos dependería en lo fundamental de cómo respondiera el PRI a un entorno de incertidumbre democrática.
El "partido oficial" no era partido sino algo más: corporación de corporaciones, escuela de capacitación política, brazo electoral del régimen. Y los "partidos de oposición" no eran tampoco partidos sino algo menos: corrientes de opinión, espacios de socialización política, grupos que rendían testimonio de un anhelo democrático, pero que no tenían posibilidades de acceder al poder. De ahí que, decía Lujambio, en el contexto de "un autoritarismo civil, benigno hasta cierto punto, inclusivo más que excluyente y no competitivo frente a sus oposiciones, las 'alternativas' nunca se constituyeron como tales".
Poco después de la publicación de dicho texto se concretó la Reforma Electoral de 1996, que instauró un eficaz marco institucional para garantizar la integridad del sufragio y a partir del cual los partidos pudieron constituirse, ahora sí, como alternativas: competir por los votos, representar diferencias, compartir o alternarse el poder. El PRI experimentó varias escisiones a nivel local, sobre todo por problemas en sus mecanismos de selección de candidatos, pero a nivel nacional supo mantenerse cohesionado y adaptarse a la competencia.
A partir de 1997 ningún partido obtuvo mayorías absolutas en las elecciones de diputados, senadores ni presidente. El pluralismo, con todos sus asegunes y límites, se convirtió en la nueva normalidad del sistema de partidos.
Pero a partir más o menos de 2003 comenzó a configurarse una cierta disposición (Gramsci la denominaría un "bloque histórico") en sentido inverso, dirigida ya no a demandar pluralidad sino a denunciar supuestos excesos de la "ausencia de mayorías": a insistir en la "falta de acuerdos", a condenar la "parálisis legislativa", a exigir "las reformas que México necesita". Contra el pluralismo democrático poco a poco fue cobrando fuerza un proyecto antagónico de "modernización" (léase de reconcentración del poder) que finalmente cristalizó, al comenzar este sexenio, en el Pacto por México: una coalición mediante la cual las dirigencias de la oposición ofrecieron su apoyo para sacar la agenda del gobierno a cambio de que éste las apuntalara para mantener el control de sus respectivos partidos.
El resultado ha sido el avance de un proyecto "modernizador" a costa de un retroceso en la agenda democrática, a saber, la división y el debilitamiento de las oposiciones institucionalizadas. Y es que el Pacto trasladó el conflicto entre el gobierno y las oposiciones hacia el ámbito interno de los partidos de oposición.
Si a principios de los años noventa la pregunta era cómo respondería el PRI ante la posibilidad de perder el poder, hoy que el PRI está de regreso la pregunta es cómo responderá el electorado ante las pugnas en los partidos de oposición y su pérdida de credibilidad como alternativas políticas.
Una buena noticia para la "modernización" puede ser una mala noticia para la democracia.
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