A mis diecisiete, la libertad era un anhelo a conquistar; la rebeldía, la bandera que se antecedía cada idea. Pasaba mis días en el Tec Laguna, ahí, entre amigos, soñando con los posibles futuros que el mundo nos podía deparar, desde una apocalíptica guerra mundial en que las potencias de aquellos lares decidieran por fin apretar el botón que condujera al fin del mundo, ese mundo nuestro que se dividía en colores, rojos y azules, en que las ideologías giraban entre socialismo y capitalismo.
En los pasillos del Tec, con amigos entrañables como Butrón, Barrón, Homero, Mireles, Domínguez, Lupita, Cristina, Gabriela, Sandra, Perla, Lavenant… lista que se prolonga largamente, pero lo cierto es que ahí teníamos espacio para charlar y discutir sobre cualquier tema, pues la soberbia de la adolescencia no conoce de límites, y en ella todo es posible, todo tema es válido, desde los ovnis hasta la Teoría de la Relatividad que pretendíamos saber, desde esos misterios generados por nuestra ignorancia sobre las grandes civilizaciones del pasado hasta el desarrollo de sistemas de transmisión de datos de manera inalámbrica.
A mis diecisiete, conocí a Kafka, a Hesse, a Tesla, a Paganini, a Bethoven, a Papini, a Bohr, a Euler, a Descartes, a Aun Weor, a Dalí, a Picasso, a Wagner, a Serrat, a Milanés, a Cagliostro… Personajes y personalidades de áreas tan diversas y disímbolas que alentaron las discusiones de ese ayer que me ha traído aquí. Ningún tema era prohibido, nuestra avidez por saber, por explorar y compartir lo aprendido era nuestra cotidianidad. Mis charlas con el ingeniero Robles sobre matemáticas y los entramados que antecedían a los hitos en su historia, o aquéllas con López Castro sobre literatura y pintura, o los retos interminables que Abel Rodríguez Franco nos imponía y nos hacía sentir en la cima del mundo.
En aquellos tiempos, entre libros de física, química, cálculo, electrónica, programación, historia, arte, literatura, pasábamos la vida soñando, discutiendo sobre la Atlántida, Mecánica Cuántica y Canto Nuevo; es más, hasta el América, las cremas que se convertían en águilas tenían espacio en esas charlas nuestras.
A mis diecisiete, tenía la vana ilusión de saber más que mis padres, torpeza propia que todos alguna vez compartimos y que al paso del tiempo nos damos cuenta de la enorme ignorancia oculta en esta sensación… Ahí, en esa época, aprendimos claro está de Alfred Nobel, de sus inventos, de su historia y sobre todo, de sus premios, los cuales seguíamos como si del Oscar se tratara, siempre augurando cuando Carlos Fuentes se haría con él, o los méritos que Kundera había hecho para obtenerlo y que los responsables de otorgarlo lo ignoraban, tanto como ignoraron a Kafka en su momento.
Ese fue mi máximo acercamiento al Nobel a mis diecisiete, entre sueños, juegos, risas y espinillas, en los otrora geniales jardines del ITL que acogió mis años mozos. Ahí donde se encubaron mis rebeldías y donde el ansia por conocer y dudar de todo se originó; ahí nació mi pasión definitiva por los libros, los debates y donde han quedado los grandes amigos de toda la vida, que a pesar del tiempo y espacio, la querencia los atesora siempre.
Eso fueron brevemente mis diecisiete años, tiempo de euforia, de rebeldía sí, pero siempre con el respaldo y la inteligencia de mis padres que nos permitieron a mis hermanos y a mí caminar en la libertad que nos era necesaria, siempre a la distancia, atentos a los tropiezos propios de la edad, a las primeras lágrimas, las emociones y las sonrisas torpes y tímidas del encuentro con ese esquivo amor que asusta y atrae; orgullosos y pacientes ante los experimentos de esos hijos suyos que creen que por saber la Ley de Ohm ya pueden arreglar el televisor de bulbos que aún está en la casa.
Una época plena sin duda, mía, tanto como la es de cualquiera que ha caminado por esos diecisiete años, que tiene para cada uno sus afanes, sus descubrimientos, sus retazos de personalidad que nos llena el baúl de recuerdos a plenitud. Cada uno su afán… así, entre circunstancias propias, los diecisiete años nos puede traer el mundo a nuestras manos, incluso nos puede regalar un Premio Nobel de la Paz, como este año le ocurrió a Malala Yousafzai y no por capricho u ocurrencia de esos dadores del Nobel, que entre tanto desatino a veces aciertan.
No hablaré aquí de Malala, pues el espacio es poco para contar sobre ella, sólo les diré que a sus diecisiete años esta joven luchadora por una educación para todos me ha hecho reflexionar sobre esa edad, la magia que en ella hay, y donde lo imposible sólo es una etiqueta más. Malala es una estudiante, de ésos que tanto le hacen falta al mundo, que demuestran que un sueño siempre es alcanzable, que sólo se requiere tener clara la meta que se quiere alcanzar y sobre todo caminar a ella.
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