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Informe presidencial

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

El segundo informe del presidente Enrique Peña Nieto, se produce en medio del cauteloso optimismo con el que corresponde celebrar el logro a nivel legislativo, de reformas que eran necesarias desde hace veinte años.

La opinión respecto a que tales reformas sean o no mérito del Presidente Peña Nieto y del Partido Revolucionario Institucional, depende según se mire. Lo cierto es que con la modificación de los artículos 27 y 123 de la Constitución de la República, de como fueron redactados por el Constituyente de Querétaro en 1917, hasta quedar en el estado que guardan hoy día, podemos asegurar que el llamado Nacionalismo Revolucionario que dio origen al sistema político posterior a la Revolución Mexicana, es cosa del pasado.

El mismo PRI que fundó Plutarco Elías Calles, se encargó de enterrar al sistema, primero con la Reforma a la Ley Agraria que puso fin a la explotación ejidal hace dos décadas y después con los recientes cambios en materia laboral, educativa y energética, haciendo realidad la visión profética de Manuel Clouthier según la cual, México habría de cambiar "con nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros...".

El hecho de que el propio sistema haya generado la parálisis, que impidió que Acción Nacional como partido de la alternancia concluyera doce años antes el proceso de cambio, sólo habla de la mezquindad de un PRI que desde la oposición atoró el proceso histórico de transformación, y ante la imposibilidad de detenerlo por tiempo indefinido, maniobró para recuperar el control.

El hecho de que el PRI haya traicionado sus principios por recuperar el poder, sólo habla de que ni el propio sistema creyó nunca en tales presuntos principios y que la economía centralizada, los ejidos, los sindicatos y demás yerbas, sólo fueron erigidos y sostenidos como instrumentos de poder y de control porque al fin y al cabo el PRI es eso: Un máquina oligárquica de control político, que pesa sobre las espaldas de la sociedad mexicana.

En el proceso electoral de 2012 no hubo engaño. El candidato Peña Nieto propuso las reformas, en continuidad de los gobiernos panistas. La diferencia la hizo consistir en que ofreció un estado eficiente, que habría de lograr lo que sus antecesores blanquiazules no pudieron.

Frente a un conglomerado electoral dividido en tres partes, fue fácil convencer a un sector significativo por simple aritmética, que las reformas asumidas por el PRI de Peña Nieto, una vez en el gobierno, serían posibles con el apoyo natural del PAN ya convertido en oposición.

Lo anterior no quita el mérito a quienes desde cualquier trinchera social o política, han luchado en los últimos noventa y siete años por un país diferente, en el que el Estado reconozca los espacios que en la vida pública corresponden a la sociedad y de manera específica a las clases medias.

Para el México de hoy existen dos caminos. En el primero las Reformas se implementan en pos de un crecimiento económico sostenido, y de un desarrollo democrático para poner en sintonía la reforma estructural de la economía, con una mayor participación de los actores sociales, que fortalezca las libertades ciudadanas y respete los espacios naturales de las comunidades intermedias.

En un segundo derrotero, es posible que las reformas no funcionen porque a Peña Nieto le pase lo que al expresidente López Portillo que se preparó para administrar la abundancia petrolera y se le escapó de las manos. En tal caso, nos desviaremos en retroceso por el camino de un sistema autoritario, en el que se hagan nugatorias las reformas y en el marco de una democracia meramente formal, la insana complicidad de las cúpulas de la política y del dinero, revivan el viejo sistema de partido de estado.

La regeneración del Partido de Estado supone en el caso mexicano, una estructura política que funcione dentro de una formalidad democrática de mera apariencia, y que con el control absoluto de los medios de comunicación y de los aparatos de seguridad del estado metidos a reprimir al pueblo, reposicione al poder ejecutivo por encima de la representación parlamentaria y los tribunales judiciales, mediante el uso y abuso de la hacienda pública como sostén de esa estructura.

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