En cierto sentido, lo mejor que le había pasado a la izquierda mexicana eran el Partido de la Revolución Democrática y Andrés Manuel López Obrador. Porque antes del PRD, fundado en 1989, la izquierda estaba desperdigada en un archipiélago de movimientos marginales sin orden ni concierto: los PPS, PCM, PST, PSUM, PRT, PMT, PFCRN, etc. Y porque antes de que AMLO fuera jefe de Gobierno, de fines de 2000 a 2006, la izquierda había sido francamente rebasada: postuló a Cuauhtémoc Cárdenas por tercera ocasión y perdió la Presidencia contra Vicente Fox por una diferencia de más de 25 puntos porcentuales.
Para superar aquella vieja fragmentación, el PRD logró organizarse como una casa común para una familia diversa, gestionar la unidad posible entre grupos y personalidades con una larga tradición de diferencias y rivalidades. Y para superar aquel tropiezo en la coyuntura del cambio de siglo, AMLO logró politizar varios agravios sociales (e.g., la pobreza, la corrupción, el dispendio) y traducirlos en un poderoso combustible electoral. Contra la división, partido; contra la debilidad, liderazgo.
Quizá sea a la luz de esa doble contribución a la historia de la izquierda mexicana que hay que ponderar el significado de la ruptura de 2012. Por un lado, liberó a cada una de las partes de los costos que le representaba la otra. AMLO ya no tiene que cohabitar con los caciques del PRD, ni los caciques del PRD con el caudillismo de AMLO. Pero, por el otro lado, la ruptura los privó de las utilidades que se aportaban el uno al otro. El PRD perdió a la figura personal más competitiva con la que contaba, AMLO la plataforma institucional más sólida con la que podía contar.
El resultado ha sido un proceso de reconfiguración cuyo desenlace es todavía incierto, pero cuya dinámica ya está en marcha. Los caciques del PRD se adueñan como nunca antes del partido y combaten cualquier liderazgo que les dispute el control del mismo. AMLO construye un espacio propio, muy poco institucionalizado, para desplegar su caudillismo sin controles ni contrapesos. La izquierda forcejea para reinventarse, pues, entre un partido sin liderazgos y un liderazgo sin partido.
De dicho forcejeo surgen al menos dos problemas. El primero tiene que ver con el Distrito Federal. Según un sobrio análisis publicado por Andrés Daniel Sibaja en la revista electrónica Paradigmas ("http://j.mp/1qBpIHr"), en las próximas elecciones locales Morena podría arrebatarle Iztapalapa al PRD y, al fraccionar el voto de izquierda, aumentar las posibilidades del PAN en Coyoacán y Miguel Hidalgo, del PRI en Milpa Alta y Tláhuac, y de ambos en Azcapotzalco y Tlalpan.
Todo ello, aunado a la mal evaluada gestión de Miguel Ángel Mancera, podría terminar amenazando la supervivencia de la capital como bastión de la izquierda en 2018.
El segundo problema se refiere a la renovación de la Cámara de Diputados en 2015. Es difícil imaginar que un partido de tan reciente creación como Morena, en caso de conseguir el registro, sea competitivo en una elección intermedia -de esas que ponen a prueba no a los candidatos sino a las estructuras. Pero, de igual modo, es difícil imaginar que el PRD vaya a obtener un buen resultado: no sólo porque en ese tipo de elecciones no le suele ir bien (excepción hecha de la de 1997), sino porque seguramente su electorado le cobrará en las urnas haberse sumado al Pacto por México y a la Reforma Fiscal. En un contexto de pobre desempeño económico y bajos niveles de aprobación presidencial, es probable que haya mucho voto de castigo… pero no que la izquierda sea su principal beneficiaria.
Si 1988 y 2000 fueron crisis que la izquierda supo convertir en oportunidad, 2012 fue una oportunidad que la izquierda ya supo convertir en crisis.
@carlosbravoreg
http://blogs.eluniversal. com.mx/conversa (Profesor asociado en el CIDE)